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Y porque así aconteció, así os parezca (III)


De cómo  D. Juan Díaz Maroto, Gobernador  y Justicia Ordinaria de la Merindad de Aguiar  , hubo de dar con sus huesos en la Real Cárcel de la villa de Ponferrada 



La vida y la tornadiza fortuna son tan veleidosas  cual  los menguantes y crecientes lunares, cambian los tiempos y cambia la suerte, aunque bien considerado ,no sería posible ni deseable una sociedad sin cambios,problemas y  conflictos, ni siquiera en el interior de uno mismo, al menos dentro de ciertos límites. 


Estas y otras enseñanzas de la vida comenzaron a tomar cuerpo en la vida de D. Juan Díaz Maroto, vecino de la villa de Corullón ,por aquel entonces Gobernador y Justicia Ordinaria de la Merindad de Aguiar.  


En el  4 de octubre del año de 1760, tuvo lugar un desgraciado suceso. En la Sierra de la Jara ,  de su Merindad , había aparecido un hombre muerto , que resultó ser Cayetano Rodríguez , vecino del lugar de Cabarcos. 
De inmediato, D. Juan Díaz Maroto inició Auto de Oficio y Cabeza de Proceso, pues por su condición de Justicia Ordinaria, había de proceder ,en primera instancia, en todas las causas y pleitos que ocurrieran en su distrito. Y así   procedió contra quienes, entendía , pudieran ser inculpados en tan abominable crimen  y, por tanto,  darles el condigno castigo, pues  a cada enfermedad  corresponde su medicina.  


En efecto, habiendo procedido  con las diligencias y averiguaciones pertinentes , todos los indicios  condujeron a María del Grandal- mujer de Cayetano Rodríguez- , y a  Lorenzo Fernández, vecino del lugar ,a quienes unos amores ciegos e  ilícitos condujeron a tan trágico final. 


Una vez más  era claro ,que la vida es siempre un  reventón para los buenos, resbaladero para los malos y  atolladero para todos, por lo que los humanos , como flacos que son ,siempre han de cometer flaquezas ,máxime cuando se trata de las cosas del amor , viniendo  a suceder  algo parecido  a lo que ocurre con los puerros: que en teniendo la cabeza blanca, no por eso dejan de tener la porreta verde. 


Una vez  ingresados María del Grandal y Lorenzo en la Real Cárcel , D. Juan Díaz Maroto les apercibió y recomendó que bajo ningún supuesto quebrantaran la prisión ,pues la pena  suponía, entre otras cosas, ser sancionados con 50 ducados.
D Juan  hizo las mismas advertencias  tanto al Alcaide de la Cárcel como al Fiador de los presos ,a la vez que les hacía ver las responsabilidades en que incurrían ,así como de los daños que pudiesen originarse.  


 Al poco tiempo, D. Juan nombró Fiscal  para la defensa de la causa, pero estando en estas  obligadas formalidades ,los referidos reos ,en 2 de  Julio del año  de sesenta y dos, se hicieron a la  fuga de la Cárcel Real, rompiendo  para ello sus prisiones y puertas. Advertido D .Juan  de tal contratiempo ,libró  las correspondientes requisitorias  para su busca  y captura, pero las repetidas diligencias no dieron el apetecido resultado. 
.Procedió  entonces D. Juan contra el Alcaide de la Cárcel , al tiempo que el Sr. Corregidor de la villa de Ponferrada remitía  testimonio de la causa al Ilmo. Sr. Presidente de la Real Chancillería de la Ciudad de Valladolid quien, por el Sr. Fiscal  de la causa , remitió Carta al Sr. Corregidor de Ponferrada  , mandándole  comunicara a las Justicias  de su Jurisdicción  la Orden  del Sr. Gobernador  del Consejo  para que diesen cuenta de las causas  de muerte  y otras ,a la vez que pedía  se diese cuenta del contenido de dicha Carta a D. Juan Díaz Maroto y así la sustanciase y determinase  conforme  a Derecho. 



 Pero el Sr. Fiscal en  debiéndolo hacer así, se apropió del contenido  de la Carta y predeterminó  los Autos, procediendo  contra  todos los reos ,vendiendo  los cortos bienes que se hallaban embargados, tanto de los fugitivos como los del Alcaide y su Fiador, a la vez que hacía  determinadas indagaciones y , según lo que resultó de ellas, volvió a hacer consulta a los Sres. Gobernador y Alcaldes del Crimen de dicha Chancillería por quienes se dictó  un Auto en 14  de octubre del año de 1761,en el que se mandaba al Sr. Corregidor proceder con las diligencias encaminadas a la captura de los reos, a la vez que privaba de libertad la persona  de D. Juan ,acusado ahora de complicidad en la fuga de los reos. 


Imposible acusación, decía D. Juan, pues como se podía  comprobar, en tal hora y fecha, se encontraba D. Juan en la villa de Corullón, donde tenía  residencia y familia, y  a tres leguas de la Cárcel.   


.En virtud de dicho Auto se  procedió  a más  averiguaciones  contra D. Juan, proveyendo un Auto de prisión en 17 de Febrero del año de 1762 .La prisión tuvo lugar, no así el embargo  y venta de sus   bienes, que no los tenía, porque era notorio  que D. Juan  vivía en la  casa y  la compañía  de su madre. 


En la Real Cárcel de la villa de Ponferrada se le tomó confesión,  soltándole luego bajo fianza  en 15 de marzo del año de 1762. Pero por Carta del   Sr .D. Manuel  de Cereceda ,de 13 de noviembre del mismo año , se puso en conocimiento de D. Juan que, puesto que los reos  no podían  ser habidos, ni los causantes de la fuga, sustancie y determine la causa en la mayor brevedad y la remita a la Sala. 


 Pero D. Juan  no la sustanció en estos términos,  y no lo hizo así, porque se le volvió poner preso en la Cárcel Real de la villa de Ponferrada, pretendiendo prohijarle   la fuga de los reos, como si D. Juan  tuviera la obligación  de custodiarlos y  dar cuenta de ellos, siendo más cierto que  a quien correspondía   la custodia era al Alcaide de la Cárcel ,a él  estaban encomendados, todo lo cual resultaba evidente  conforme decían los Autos . 


A  pesar de la entereza moral mostrada por   D. Juan  en todo aquel maldito proceso, se  le originaron considerables extorsiones, tribulaciones, molestias y vejaciones, que la luz ajena no permitiría ver claro, si  no hubiere la propia  En los amargos días de prisión pasaron por su  templado ánimo reflexiones  y consideraciones que parecía habían sido condenadas al olvido, en especial aquellas de sus tiempos de estudiante de Gramática y Latines en el Colegio de los Jesuitas de Villafranca, como aquel poema de Garcilaso :”... El ancho campo me parece estrecho,/la noche  clara, para mi es oscura,/la dulce compañía ,amarga y dura,/ y  elduro campo de batalla el lecho/”.Era claro  que se habían lesionado  su buen nombre  y fama , como pone  en luz aquel fragmento de las Églogas del divino Virgilio:”Omniafert aetas, animum quoque”, porque el poder del tiempo y de la tornadiza fortuna pueden acabar con todo,  por supuesto con  los amigos  oportunistas y  la buena fama. 


Por eso mismo, si en alguna cosa ha de ser perezoso el hombre, habrá de ser en eligiendo amigos ,pues dícese que escarbando la gallina encontró  una pepita de oro, pero escarbando el gallo, descubrió el cuchillo para matarlo   Una vez más era  bien cierto aquello de la vida como atolladero, porque : No sabiendo el camino  ,entré; no viendo los predagales ,tropecé ; sin recelo de los lazos ,me engolfé y, en las bobedades de mi lozanía, me perdí .En cualquier caso, siempre caben  diferencias  entre los infortunios de los malos y los acaecimientos de los buenos ,  como también más vale pasar hambre que comer lo que nos hará daño.  



Por todo ello, y para poner remedio, otorga D. Juan  su poder cumplido  a D. Francisco Martínez Guzmán, Procurador  en la Real Chancillería ,para que en su nombre y representación de su Derecho  y persona  parezca ante  dichos Sres. Gobernador  y Alcaldes  del Crimen de ella  y haga  todo lo aquí expresado  y más al caso ; conduzca, pida y  se libre  Real Provisión  para que el Sr.  Corregidor de la villa de Ponferrada,  bajo  de la fianza  que D. Juan tiene dada  ,  le vuelva a poner en libertad, se remitan los Autos originales y se le reciba información  de pobre  y que así , y por ello, pueda justificar su  inocencia  como tiene articulado ,que  se libre la correspondiente provisión remitida a jueces y escribanos y ,en vista de todo ello ,se  le dé absuelto   y  por libre  de la calumnia que se le imputa ,  condenando  en perpetuo silencio, y todas las costas,   al oficio fiscal  para que dirija su acción contra quien  y como le convenga ,con todo lo demás que tenga por conveniente y hasta lo  así   conseguir y  el más entero cumplimento de Justicia ante dichos Seres. 


En la villa de Ponferrada ,a 9 de marzo de 1763. 
  
Fuente Documental: 
Archivo Histórico Provincial de León 
Sección de Protocolos Notariales 
Caja,2331;folios,13/14 


Y porque así aconteció, así os parezca (III) 


Felipe Martínez Álvarez
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La Regla Primitiva de la Orden del Temple




NOTA DE VREDONDOF : Con el desarrollo que le van a dar en Ponferrada a la Orden del temple , conviene tener a mano la mayor informacion posible al respecto.


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Los textos que se reproducen a continuación pertenecen a la llamada "Regla Primitiva" de los Templarios. En ella se recogen una serie de normas de obligado cumplimiento para todo integrante de esta Orden de monjes-guerreros.

Uno de los misterios más interesantes en el proceso de la fundación de la Orden es la autoría de la Regla. Unos sostienen la paternidad de San Bernardo de Clairvaux. En cambio, si atendemos al prólogo, podría entenderse que fue Hugues de Payns, uno de los caballeros fundadores de la Orden, quien con ayuda del patriarca redactó dicha regla, presentándola después a San Bernardo y ante el Concilio para su visado y aprobación.
Antes de transcribir el texto completo de la Regla Primitiva de la Orden del Temple, son necesarias dos aclaraciones: en primer lugar, aunque con frecuencia se habla de 76 capítulos, la Regla sólo tiene 72; esos cuatro capítulos sobrantes se deben a una numeración errónea, en la que se dividían partes del prólogo u otros capítulos. En el texto que se reproduce a continuación se conserva la forma original, con 72 capítulos.
En segundo lugar, los diferentes artículos en los que se hace referencia a los "sirvientes de armas", hay que entender escuderos, sargentos o soldados; sólo cuando se hace referencia a los "sirvientes" es necesario entender "sirvientes domésticos".


REGLA DE LOS POBRES CABALLEROS DE JESUCRISTO Y DEL TEMPLO DE SALOMÓN


Aquí comienza el prólogo de la Regla de los Pobres Caballeros de Jesucristo y del Templo de Salomón
Dirigimos, en primer lugar, este discurso a todos aquellos que tienen la generosidad de renunciar a su propia voluntad y que desean afiliarse con una pura intención en la milicia del verdadero y soberano Rey, para animarles en el deseo que ellos tienen de armarse con la armadura de la obediencia, para observarla con gran atención y cumplirla hasta el final con perseverancia. Entonces, vosotros, que habéis seguido hasta aquí, no por servir a Jesucristo, sino por vuestros intereses particulares, la milicia secular, os exhortamos con toda la humanidad posible a reuniros prontamente a ésos que el Señor ha elegido entre la masa de perdición, y que Él ha reunido juntos por su gracia, para la defensa de la Santa Iglesia.


Así, cualquiera que seáis, ¡oh! caballeros de Jesucristo, que elegís esta santa sociedad, debéis aportar un celo puro y una perseverancia sin descanso en vuestra profesión, que Dios ha distinguido por marcas tan nobles, tan santas y tan elevadas; de modo que si es observada puramente y con firmeza merezcáis obetener la misma felicidad que los caballeros que han dado sus vidas por Jesucristo. Es la que ha hecho reflorecer y revivir la orden militar entre aquellos que, sin ninguna consideración para la justicia, no buscaban defender a los pobres y las iglesias, como era su deber, sino crear violencia, botines y muertes. Así, es para nosotros un gran favor que Nuestro Señor nos haya conducido de la Santa Ciudad a los confines de Francia y de Borgoña, nosotros, sus amigos, que por nuestra salud y para la propagación de la verdadera fe no cesamos de ofrecer a Dios nuestras almas como hostias agradables a sus ojos.


Nosotros, entonces, en el año de la Encarnación del Hijo de Dios 1128, noveno año de la fundación de la mencionada caballería, en la fiesta de San Hilario [14 de enero], por el movimiento del Santo Espíritu y bajo la dirección de Dios, hemos venido de distintos lugares de la provincia ultramontana, con una amabilidad y una piedad fraternal, por las súplicas del maestre Hugues, que ha dado comienzo a dicha milicia, y nos hemos reunido en Troyes, donde hemos tenido la dicha de oír de labios de dicho maestre Hugues la Regla y la observancia de la orden de la caballería, capítulo por capítulo, y hemos aprobado eso que nos ha parecido bueno, según el poco entendimiento de nuestras luces.


Pero para eso que nos parecía absurdo y que no se podía recitar ni presentar en la presente asamblea sin demasiada complacencia, lo hemos remitido a examen exacto y al discernimiento de nuestro venerable padre Honorio [Honorio II, papa de 1124 a 1130], así como a las luces seguras del muy ilustre Étienne, patriarca de Jerusalén [1128 a 1130], que tiene un pleno conocimiento de la religión oriental y de los Pobres Caballeros de Jesucristo, después de haberlo recibido con el consentimiento unánime de la asamblea. Los artículos deben ser reputados santos, habiendo sido aprobados y estimados así por un gran número de padres religiosos que la Providencia divina ha reunido aquí.
Es por lo que me creo obligado a rendir testimonio, yo, Jean Michaelensis, que he tenido el honor de ser elegido por los padres aquí presentes por secretario, a fin de poner por escrito eso que me será ordenado por el Concilio y por el venerable abad de Clairvaux, a quien la solicitud de redactar estos presentes estatutos ha sido encomendada.


Relación de los principales asistentes al Concilio
Matthieu Albani [de la Orden de San Benito], obispo y legado de la Santa Iglesia romana, ocupaba la primera plaza; a continuación, Renaud [Renaud de Martigné], arzobispo de Reims; después Henri [Henri Sanglier], arzobispo de Sens. Luego venían los prelados siguientes: Rankede [Geoffroi de Lèves], obispo de Chartres; Goffen [Gocelin de Vierzy], obispo de Soissons; el obispo de París [Étienne de Senlis]; el obispo de Troyes [Hatton]; el obispo de Orleans [Jean II]; el obispo de Chalons [Erlebert]; el obispo de Laon [Barthélemi de Vir o de Jura]; el obispo de Beauvais [Pierre de Dammartin]; el abad de Vézelay [Renaud de Semur], que después fue arzobispo de Lyón y legado de la Santa Iglesia romana; el abad de Cîteaux [San Étienne Harding]; el abad de Pontigny [Hugues, conde de Mâcon]; el abad de Trois-Fontaines [Gui]; el abad de Saint-Rémi de Reims [en la Regla publicada por Henri de Curzon, se trata de Saint-Denis de Reims y no de Saint-Remi, abadía benedictina y cuyo abad era Ursion]; el abad de Saint-Etienne de Dijon [Herbert]; el abad de Molesme [Gui], nombrado más arriba; el abad Bernard de Clairvaux [San Bernardo] estaba también y sus opiniones fueron aplaudidas por todos los nombrados. Entre los maestres estaba Albéric de Reims y Fulger, y muchos otros que sería largo de sentar por escrito. En cuanto a las personas iletradas, nos parece oportuno presentar también como testigos y amantes de la verdad al conde Thibaud [Thibaud IV, llamado el Grande, séptimo conde de Blois y octavo conde de Champagne], el conde de Nevers [Guillaume II, conde de Auxerre, de Nevers y de Tonnerre] y André de Baudiment, que han examinado con mucha aplicación lo que era lo mejor, rechazando lo que no les parecía razonable; es por eso que asistían al Concilio.


En cuanto a Hugues, el maestre de la caballería, por cierto no faltaba, y había con él algunos de sus hermanos, por ejemplo el hermano Godefroi, el hermano Roralle, el hermano Geoffroi Bisol, el hermano Payen de Montdidier, Archambaud de Saint-Amand. El maestre Hugues, con los mismos discípulos, presenta a los dichos padres, tanto como su memoria le pudo facilitar, la Regla y observancias de su Orden de caballería todavía muy pequeña en estos comienzos, el cual extrae su primer origen del que dice: "Yo soy el principio de todas las cosas, el mismo que os habla" (Jn. 8, 25). 


Es por lo que ha satisfecho al Concilio de hacer sentar por escrito todo eso que así ha sido aprobado y detenidamente examinado sobre las divinas Escrituras con una exacta confrontación, bajo la autoridad del pontífice romano y del patriarca de Jerusalén, así como con el consentimiento del capítulo y de los Pobres Caballeros del Templo, que están en Jerusalén, a fin de que nada sea olvidado, sino que sea observado inviolablemente, y que así merezcan por sus loables acciones llegar en su carrera directamente a su Creador, cuya dulzura sobrepasa tanto en excelencia la de la miel, que todo el resto no es más que un ajenjo muy amargo, todo con la gracia de Éste para quien y por quien combaten, el cual sea bendito para siempre. Amén.


Regla de los Pobres Caballeros del Templo en la Santa Ciudad


CAPÍTULO I
De qué forma deben escuchar el oficio divino
Vosotros que habéis renunciado a las voluptuosidades, así como los otros que por la salud de sus almas ejercen con vosotros durante un tiempo en la caballería al servicio del Señor con caballos y armas, todos vosotros debéis ser exactos en escuchar con un corazón puro y devoto los maitines y todo el servicio entero, según la institución canónica, y la costumbre de los doctores regulares de la Santa Ciudad.


Venerables hermanos, puesto que habéis despreciado la vida presente y no hacéis caso del tormento de vuestros cuerpos, y habéis dicho adiós eterno al mundo, y despreciáis el furor, por el amor a Dios, os conviene singularmente, después de haberos alimentado y saciado del divino alimento, y haberos fortificado y proveído de los preceptos del Señor después de la celebración del misterio divino, no tener ningún pavor a la aproximación del combate, sino estar preparados a recibir la corona.


CAPÍTULO II
Si no pueden asistir al oficio, deben recitar varias veces la oración dominical
Pero si algún hermano se encuentra por casualidad alejado por las ocupaciones de la cristiandad en la parte de Oriente, lo que creemos puede ocurrir a menudo, nos ponemos de acuerdo y consentimos unánimemente que, no pudiendo, en tal ausencia, escuchar el servicio divino, hará bien en decir por maitines trece veces la oración dominical, y siete veces por cada hora, pero nueve veces en vísperas. Estando así ocupados en un trabajo saludable, no pueden asistir al oficio divino a la hora regular; pero, si se puede hacer, que no dejen pasar esta hora sin haber satisfecho su obligación.


CAPÍTULO III
Lo que hay que hacer por los hermanos difuntos
Cuando alguno de los hermanos de la casa pague el tributo a la muerte, que no perdona a nadie y que es imposible impedir, pedimos a los capellanes y a los clérigos que sirven durante un tiempo con vosotros al soberano Padre, en el mismo espíritu de caridad, que ofrezcan a Jesucristo de puro corazón y solemnemente el sacrificio de la misa para el descanso de su alma. Pero los hermanos que asistan y que orarán durante la noche para la salvación del hermano difunto estarán obligados a decir cien veces la oración dominical hasta el séptimo día por el hermano fallecido; y desde el día que sepan de su muerte, cumplirán el mismo número con un amor fraternal. Además, rogamos por un sentimiento de caridad y de misericordia, y con una autoridad pastoral pedimos que se dé todos los días a algún pobre, hasta cuarenta días, lo que es necesario para su subsistencia en comida y bebida, como lo hacíamos con el hermano en el tiempo en que él vivía, y como se debe hacer. En cuanto a las otras limosnas que se daban de modo indiscreto por aquellos que profesan una pobreza voluntaria al Señor de los Pobres Caballeros de Jesucristo, a la muerte de los hermanos, en la fiesta de Pascua y en las otras fiestas solemnes, las prohibimos absolutamente.


CAPÍTULO IV
Los capellanes deben contentarse del alimento y de la vestimenta
Respecto a todas las otras liberalidades y a toda clase de limosnas, sea de la manera que sea, ordenamos a los capellanes y a los sirvientes temporales que sean esmerados en darlas a la comunidad capitular. Que los servidores de la Iglesia no tengan más que el alimento y la vestimenta por autoridad, y que no pretendan otra cosa, a menos que los maestres no se la den por agrado o por caridad.


CAPÍTULO V
De los caballeros difuntos, de ésos que sólo están durante un tiempo
Hay caballeros en la casa de Dios y el Templo de Salomón que residen con nosotros por misericordia durante un tiempo. Por lo cual os suplicamos, y con confianza os mandamos con inefable conmiseración, que cuando el Todopoderoso temido haya conducido a alguno a su último día, deis por el amor de Dios y por una piedad fraternal la subsistencia de siete días por el alma del difunto a algún pobre.


CAPÍTULO VI
Que ningún hermano de la Casa dé limosna
Hemos determinado, como ha sido dicho, que ningún hermano de la Casa dé limosna, pero día y noche permanezca en el deber de su profesión a fin de conformarse como el más sabio de los profetas: "Tomaré el cáliz de salvación" (Salmo 115, 13) e imitaré en mi muerte la muerte del Señor: porque como Cristo dio su vida por mí, así yo estoy preparado para dar mi vida por mis hermanos. Ésa es la oblación que hay que hacer, he aquí la hostia viviente que es agradable a Dios.



CAPÍTULO VII
De no permanecer mucho tiempo de pie
Habiendo sido informados por testigos dignos de fe que asistís al servicio divino permaneciendo demasiado tiempo de pie y sin Regla, no os lo ordenamos así, al contrario, lo condenamos; y después del salmo Venite, exsultemos Domino [Salmo 114, 1: Venid, cantemos de alegría al Señor], el invitatorio y el himno una vez finalizados, condenamos tanto a aquellos que son fuertes como a los débiles que se sienten, para evitar el escándalo. Y cuando estéis sentados, debéis levantaros de vuestros asientos en el Gloria Patris [Gloria al Padre] de cada salmo e inclinaros hacia el altar por respeto a la Santa Trinidad; igualmente, al comienzo del Evangelio y al Te Deum laudamus [Oh Dios, nosotros te alabamos], y durante todos los laudes hastaBenedicamus Domino [Bendecimos al Señor], permaneceréis de pie; lo que os mandamos también observar en los maitines de la Santa Virgen.


CAPÍTULO VIII
De la refección conventual
Creemos bien que toméis la comida en un solo lugar para comer o, más bien, en un refectorio, en el que cuando se tenga necesidad de alguna cosa y que no pueda hacerse por señas, pueda irse a buscarla de manera particular y despacio. Si durante todo el tiempo debéis buscar lo que os es necesario con mucha calma y sumisión, tenéis todavía más obligación en la mesa, porque el Apóstol dice: "Comed vuestro pan en silencio" (II Tesal. 3, 12), y el salmista debe animaros cuando dice: "He puesto un freno en mi boca" (Salmo 38, 2), es decir: he decidido no pecar por la lengua; o sea: he guardado mi boca para impedirle que hable a despropósito.


CAPÍTULO IX
De la lectura
Que se haga una santa lectura durante la comida y la cena. Si amamos al Señor, debemos desear escuchar con atención sus palabras y sus preceptos saludables. Ahora bien, el lector, cuando lea, os advertirá que hace falta guardar el silencio.


CAPÍTULO X
De comer carne
Os debe bastar comer carne tres veces a la semana, salvo en Navidad, Pascua o una fiesta de la Santa Virgen y la de Todos los Santos. Un gran abuso de carne no hace más que llenar el cuerpo de una corrupción onerosa; pero si ese día de ayuno que os priva de carne cae en martes, que os la den al día siguiente en abundancia. En domingo, nos ha parecido bien y conveniente que se dé a todos los caballeros de la Casa, también a los capellanes, dos platos, a causa de la resurrección, pero para los sirvientes de armas y otros sirvientes, que se conformen con uno solo, con acción de gracias.


CAPÍTULO XI
De qué manera los caballeros deben comer
Que ordinariamente coman de dos en dos, a fin de que uno cuide del otro, por temor de que alguno no observe una gran austeridad y esconda su abstinencia. Pero marcamos esto con razón, y sabed que cada caballero o hermano debe tener una medida igual de vino para su uso particular.


CAPÍTULO XII
Los otros días, dos o tres platos de verduras deben ser suficiente
Los otros días, a saber, el segundo y el cuarto festivo, así como el sábado, estimamos que dos o tres platos de verduras u otro manjar, como de ésos con cuchara, deben ser suficiente a todos, y ordenamos que se haga de esta manera, a fin de que aquel que no pueda comer de uno se sustente con otro.


CAPÍTULO XIII
Qué comida debemos tomar el sexto festivo
Hemos convenido que para el sexto día festivo, después de la festividad de Todos los Santos hasta Pascua, una sola comida de cuaresma es suficiente para toda la congregación por respeto a la Pasión, a menos que se esté enfermo o que Navidad, una fiesta de la Santa Virgen o de un Apóstol caiga en ese día; pero en otro momento, al menos por un ayuno general, que se hagan dos comidas.


CAPÍTULO XIV
De dar gracias después de las comidas
Ordenamos estrictamente que después de la comida o de la cena se dé gracias como se debe, con un corazón humilde, al soberano creador de todos los bienes, Nuestro Señor Jesucristo, sea en la iglesia, si hay una cerca, y si no, en el mismo lugar. Se debe distribuir, e incluso lo mandamos hacer, con una caridad fraternal, los trozos sobrantes a los servidores y a los pobres, conservando en todo caso los panes enteros.


CAPÍTULO XV
De dar siempre el décimo pan al limosnero
Aunque el premio de la pobreza, que es el Reino de los Cielos, ciertamente sea dado a los pobres, os ordenamos sin embargo, según la fe cristiana crea indudablemente de ellos, dar todos los días a vuestro limosnero la décima parte de todos los panes.


CAPÍTULO XVI
La colación debe ser a voluntad del maestre
Cuando el sol deja la parte oriental y desciende a la occidental, después de haber oído la señal, según la costumbre del país, hace falta que todos vayan a completas y, con anterioridad, hagan juntos la colación. Sin embargo, la ponemos a disposición y voluntad del maestre, a fin de que, cuando él quiera, se beba agua, o un poco de vino con agua cuando sea su bondad mandarlo; pero no hay que hacerlo con exceso, sino con moderación, porque a menudo vemos a los sabios pasar los límites de la moderación.


CAPÍTULO XVII
Finalizadas las completas, se guarde silencio
Concluidas las completas, conviene ir cada uno a su cuarto. No se dará a los hermanos licencia de hablar en público, si no es en urgente necesidad, y lo que se hubiere de decir dígase en voz baja, y secreta. Puede suceder, habiendo salido de completas, instando la necesidad que convenga hablar de algún negocio militar, o acerca del estado de la Casa, al mismo maestre, u otro que haga sus veces con cierta parte de los hermanos, entonces se haga; fuera de esto no; porque está escrito: "Os exponéis infaliblemente a pecar manteniendo largos discursos" (Prov. 10, 19); y en otro lugar: "La muerte y la vida están en el poder de la lengua" (Prov. 18, 21). Es por eso que en esas conversaciones no permitimos las palabras inútiles y bufonadas. En el momento que vayáis a acostaros, si alguno ha hablado de forma alocada, le ordenamos recitar con humildad y devoción la oración dominical.


CAPÍTULO XVIII
Aquellos que estén cansados no deben ir a maitines
Creemos, en tanto nos parece, que los caballeros cansados no deben levantarse para ir a maitines; y consentimos que, con el consentimiento del maestre o del que tenga el poder, que descansen y recen las trece oraciones ordenadas de suerte que el espíritu concuerde con sus voces, según dice el Profeta: "Cantan al Señor con sabiduría" (Salmo 46, 8); en otra parte: "Te cantaré en presencia de los ángeles" (Salmo 137, 1). Pero este artículo debe depender del maestre.


CAPÍTULO XIX
Sobre guardar la igualdad entre los hermanos en el comer
Las Sagradas Escrituras nos enseñan que se distribuía a todos según las necesidades de cada uno (Hechos 4, 35); y por tanto no decimos que haya excepción de personas, pero debe haber consideración de enfermos. Así, que aquel que tenga menos necesidad dé gracias a Dios y que no se entristezca, y que aquel que exija humildemente a causa de su enfermedad no abuse de la misericordia que se le haga; y con esas medidas todos los miembros estarán en paz. Ahora bien, prohibimos que ninguno observe una fuerte abstinencia, y hace falta que todos lleven una vida en común.



CAPÍTULO XX
De la calidad y forma de las vestimentas
Ordenamos que las vestimentas sean siempre de un color, por ejemplo, blancas o negras, y de un grueso tejido; y otorgamos a todos los caballeros profesos tener hábitos blancos en verano como en invierno, si ello se puede, a fin de que aquellos que han despreciado una vida tenebrosa reconozcan por su vestimenta blanca que una vida luminosa les ha reconciliado con su Creador. ¿Qué significa la blancura, sino la castidad y la integridad? La castidad es la tranquilidad del espíritu y la salud del cuerpo. A menos que alguno de los caballeros no se conserve casto hasta el final, entonces jamás podrá llegar al descanso eterno ni ver a Dios, según el testimonio del apóstol San Pablo: "Guardar la paz con todo el mundo, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor" (Hebr. 12, 14). Pero para que esta clase de vestimenta no tenga nada de arrogante y de superfluo, ordenamos que todos la tengan de manera que cada uno pueda vestirse y desvestirse, calzarse y descalzarse ellos solos. Los que tengan este oficio, tengan cuidado de que el hábito no sea ni muy largo ni muy corto, sino conforme a la talla de cada uno; que den a los hermanos la cantidad de tejido que haga falta. Cuando tengan nuevos hábitos, que devuelvan los viejos en el acto, para que sean almacenados en el guardarropas, o en otro lugar que el oficial quiera, para servir a los sirvientes de armas y otros sirvientes, y alguna vez a los pobres.


CAPÍTULO XXI
Los sirvientes no deben tener hábitos, es decir, manto blanco
Nos oponemos absolutamente al uso que se practicaba en la Casa de Dios y de los hermanos caballeros, y sin consultar ni solicitar el parecer del capítulo común, lo suprimimos del todo como un abuso que se ha deslizado; pues en otro tiempo los sirvientes y los sirvientes de armas tenían hábitos blancos, lo que causó un perjuicio insoportable. Se alzaron en las partes ultramontanas falsos hermanos, y casados; y otros que se dicen del Templo, aunque fueran del mundo. Ellos han causado mucho daño y deshonor a la Orden de los Caballeros, y los sirvientes que moraban en la Casa han provocado escándalos con sus soberbias. Que ellos lleven entonces hábitos negros, y si no se puede encontrar de ese color, que se sirvan de los que encuentren en la provincia donde se alojan, y de lo que haya más barato de cada color, y de algún tejido basto.


CAPÍTULO XXII
Los caballeros de la Casa deben llevar siempre hábitos blancos
Entonces no está permitido a nadie más que a los que son nombrados caballeros de Jesucristo tener hábitos o mantos blancos.


CAPÍTULO XXIII
Se ordena usar pieles de cordero
Hemos resuelto de común acuerdo que ningún hermano de la Casa tenga en invierno otras pieles, o algo parecido para uso del cuerpo, y por manta, que pieles de cordero o de carnero.


CAPÍTULO XXIV
Las vestimentas viejas deben ser repartidas entre los sirvientes de armas
El procurador o el encargado de distribuir las vestimentas pondrá cuidado de repartir fiel e igualmente las vestimentas viejas entre los sirvientes de armas, los sirvientes e incluso los pobres con un gran cuidado.


CAPÍTULO XXV
El que quiera tener lo mejor tendrá lo peor
Si algún hermano de la Casa quiere tener, por derecho o por espíritu de soberbia, lo que haya más bueno y mejor, merecerá a causa de su presunción tener lo peor.


CAPÍTULO XXVI
La cantidad y la calidad de los hábitos serán respetadas
Es necesario proporcionar la cantidad y la anchura de los hábitos según la talla de los cuerpos: el proveedor de las telas será exacto en este artículo.


CAPÍTULO XXVII
El proveedor de las telas observará sobre todo la igualdad
El procurador tendrá una consideración fraternal en la longitud, como se ha dicho, con una medida igual, con el fin de que el ojo de los murmuradores no tenga nada que censurar, y que en todas las cosas susodichas piense humildemente en la retribución que reciba de Dios.


CAPÍTULO XXVIII
De la superfluidad de los cabellos
Hace falta que todos los hermanos, sobre todo los de la Casa, tengan los cabellos cortados de manera que parezcan delante y detrás regulares y decentes. Se observará inviolablemente la misma regla para la barba y el bigote, con el fin de que no parezca nada superfluo o ridículo.


CAPÍTULO XXIX
De los colmillos y de las puntas de cuernos de carnero
[Este capítulo se refiere a un tipo de calzado de la época, llamado "colmillos" o de "puntas de cuernos de carnero" por el remate en la puntera].
Es evidente que los colmillos y las puntas son ridículos y sólo pertenecen a los gentiles. Así, puesto que todo el mundo los aborrece, los prohibimos y nos oponemos a que nadie pueda tenerlos o llevarlos. Se los prohibimos también a los hermanos que sirven sólo durante un tiempo, lo mismo que toda superfluidad en los cabellos y toda longitud excesiva en los hábitos: porque la decencia interior y exterior es muy necesaria a los que sirven al Soberano Creador, según el testimonio del que dice: "Sed puros, porque yo soy puro". [Estas palabras no pertenecen al Nuevo Testamento. Sin duda se trata de una referencia al versículo del Levítico (19, 2): "Sed santos, pues yo soy santo, yo, el Señor, vuestro Dios"].


CAPÍTULO XXX
Del número de caballos y de sirvientes de armas
Se permite a cada uno de los caballeros tener tres caballos, porque la Casa de Dios y del Templo de Salomón no puede proveer más en el presente a causa de su pobreza, a falta de un permiso del maestre.


CAPÍTULO XXXI
Nadie debe pegar a ningún sirviente de armas que sirve gratis
Acordamos por lo mismo un solo sirviente de armas a cada caballero. Pero si este sirviente de armas se da a un caballero gratis y por caridad, no está permitido pegarle, ni castigarle por cualquier falta que sea.


CAPÍTULO XXXII
De qué modo hay que recibir a los caballeros que sirven durante algún tiempo
Mandamos a todos los caballeros, que desean servir por un tiempo a Dios con pureza de ánimo y en una misma Casa, que compren caballo, y armas suficientes para el servicio cotidiano, y todo lo que fuere necesario. Pero después hemos juzgado útil y ventajoso que sean valorados dichos caballos, por ambas partes y guardando igualdad al establecer el precio. Se conservará entonces el precio por escrito, por miedo a que se nos olvide; y la misma Casa proveerá, con una caridad fraternal, todo lo que sea necesario al caballero, a sus caballos y a su armígero [sirviente de armas], con los hierros de los caballos, según el poder de la Casa. Que si el caballero por cualquier accidente pierde sus caballos en el servicio, el maestre, según las facultades de la Casa se lo permita, le proveerá otros. Pero cuando llegue el tiempo del reparto, que el caballero por amor de Dios ceda la mitad del precio; y si le complace, que acepte la otra parte de los hermanos en común.


CAPÍTULO XXXIII
Que ninguno se ponga en marcha por voluntad propia
Conviene a los caballeros que no ansían nada más que complacer a Jesucristo rendir obediencia sin cesar al maestre, por el servicio del que hacen profesión y por la gloria de la soberana beatitud, o en el temor del tormento eterno. Así deben rendir esta obediencia de tal manera que, cuando el maestre haya ordenado alguna cosa, o ése a quien el maestre haya dado el encargo, la ejecuten sin demora, como si tuvieran una orden expresa de Dios. Es por eso que la verdad misma ha dicho: "Nada más ha oído, me ha obedecido" (Salmo 17, 45).


CAPÍTULO XXXIV
Si está permitido ir por la ciudad sin el permiso del maestre
Es por lo que rogamos a semejantes caballeros, que han renunciado a su propia voluntad, tanto como a los otros que sirven durante un tiempo, y les ordenamos firmemente que no vayan por la ciudad sin la licencia del maestre o de aquel a quien se haya dado el oficio, salvo que sea de noche para ir al Sepulcro y a otras estaciones que están dentro de la Santa Ciudad.


CAPÍTULO XXXV
Si está permitido andar solo
Pero a los que van así, no les está permitido ponerse en camino, sea de noche, sea de día, sin un guardia, es decir, sin un caballero o un hermano. Y cuando están en el ejército y tienen su alojamiento, que ningún caballero, escudero o sirviente se pasee delante del alojamiento de los otros caballeros, sea para ver a alguien o hablarle, sin permiso, como se ha dicho arriba. Es por lo que ordenamos expresamente de nuevo que en la Casa así regida según Dios ninguno haga su voluntad, sea combatiendo, sea descansando, sino que se entregue todo entero a cumplir la orden del maestre, a fin de que pueda imitar al Salvador, que decía: "No he venido a hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado" (Jn. 6, 38).


CAPÍTULO XXXVI
Que ninguno se procure lo que le es necesario
Entre otras cosas, ordenamos expresamente observar esta Regla y, después de haberla examinado, ordenamos que sea respetada, a causa de los inconvenientes de mendigar. Entonces, ningún hermano residente debe mendigar por iniciativa propia, o en su nombre, caballo, equipaje, armas. ¿Cómo hará entonces? Si se reconoce que sus dolencias, o la debilidad de su caballo, y la pesadez de sus armas son tales que no pueda andar sin un común perjuicio, que venga ante el maestre, o ante quien corresponda después del maestre, y que le exponga la cosa sinceramente y de buena fe. Después, es el maestre o, después de él, el procurador, el que debe arreglar la cosa.


CAPÍTULO XXXVII
De los bocados y espuelas
No queremos que aparezca de ninguna manera ni oro ni plata, que distinguen la riqueza de los particulares, en los bocados o en los antepechos, ni en las espuelas, ni en las riendas de la brida, y no le estará permitido a ningún hermano residente comprarlos. Si son antiguos ornamentos dados por caridad, que se oscurezca el oro y la plata, de manera que su esplendor y su lustre no le parezcan a los otros una arrogancia. Si se han recibido nuevos, que el maestre disponga de ellos como le plazca.



CAPÍTULO XXXVIII
Que las lanzas y los escudos no tengan forro
Que no se usen forros para los escudos, ni para las picas y las lanzas, porque sabemos que esto conlleva más incomodidad que ventaja.


CAPÍTULO XXXIX
Sobre la licencia del maestre
Es el maestre quien tiene que dar a cada uno caballos, o armas, u otras cosas.


CAPÍTULO XL
Del bolso y del baúl
No está permitido tener bolso ni baúl con llave, sino que todo debe estar expuesto por temor de que se tenga algo sin la licencia del maestre o de aquel a quien se le confían los asuntos de la Casa. Los procuradores o los que residen en diversas provincias no están incluidos en este capítulo, y no se habla tampoco del maestre.


CAPÍTULO XLI
Sobre el envío de cartas
No se permite nunca a ninguno de los hermanos recibir ni darse uno a otro cartas de sus parientes ni de ningún hombre sin permiso del maestre o del procurador. Después de que el hermano tenga licencia, el maestre las hará leer, si le place, en su presencia. Y si los parientes le envían alguna cosa, que sólo tome la libertad de aceptarla después de haberlo declarado al maestre. El maestre, sin embargo, y el procurador no están incluidos en este capítulo.


CAPÍTULO XLII
Del relato de sus propias faltas
Como es evidente que toda palabra ociosa es un pecado, ¿qué podrán alegar para su justificación ante el Juez temible los que se vanglorian de sus propias faltas? Es lo que el Profeta ha marcado sin duda: "Si debemos a veces abstenernos de las buenas palabras a causa del silencio, con más razón debemos callar las malas a causa de la pena debida al pecado" [Salmo 38, 3: "Me callé sin otro resultado que el de ver aumentar mi dolor"]. Prohibimos por tanto a todo hermano residente en la Casa osar hacer mención a su hermano ni a ningún otro de las locuras, para nombrarlas mejor, que hubiera hecho tan criminalmente en el mundo y en su estado de caballero, ni de los placeres de la carne con mujeres abandonadas; y aquel que oyera a alguien charlar de esas cosas, lo haga callar, o que se retire lo más pronto que pueda, en virtud de la obediencia, que debe darle entonces alas, para no prestar el oído de su corazón a ese mentiroso.


CAPÍTULO XLIII
De la limosna y de la aceptación
Cuando suceda que se dé gratis alguna cosa a un hermano sin haberlo pedido, la llevará al maestre o al despensero; pero si su amigo o su pariente sólo quiere dársela para su uso propio, que no la reciba hasta tener el permiso del maestre; y que aquel a quien se le da esa cosa no tenga disgusto si se la da a otro. Pero que sepa que si está enfadado con eso, es contra Dios que está enfadado. Sin embargo, los administradores no están incluidos en la regla susodicha. Es a ellos a quienes propiamente corresponde esta administración, y tienen la libertad del bolso y del baúl.


CAPÍTULO XLIV
De los morrales de los caballos
Es muy útil que cada uno practique exactamente el deber que establecemos aquí, a saber, que ningún hermano intente hacer morrales de lino o de lana, hechos por ese motivo de modo principesco, sino que no tenga otros que de cuerda.


CAPÍTULO XLV
Que nadie tenga el atrevimiento de canjear o de mendigar
Queda otra cosa por decir, a saber, que ninguno presuma de intercambiar las cosas que tiene de hermano a hermano sin la licencia del maestre, ni de mendigar nada, si no es entre los hermanos, a no ser que la cosa sea de poco valor, basta y de poca importancia.


CAPÍTULO XLVI
Que nadie cace un pájaro con otro pájaro y que no vaya con aquel que lo caza
[Sobre la cetrería]
Declaramos en común que ninguno debe cazar un pájaro con otro pájaro, pues no conviene a la religión dedicarse así a los placeres mundanos, sino más bien ser aficionados a escuchar los preceptos del Señor, consagrarse a la oración, confesar a Dios todos los días, en sus rezos, sus pecados con lágrimas y gemidos. Que ningún hermano de la Casa presuma entonces, por esa razón principal, de acompañar a aquel que hace semejantes cosas, sea con un halcón u otro pájaro.


CAPÍTULO XLVII
Que ninguno hiera con arco o ballesta
Como la religión pide que actuemos sencillamente, sin risa, con humildad, que no usemos muchas palabras, sino que hablemos razonablemente y sin levantar la voz, prescribimos expresamente y ordenamos a todo profeso que no tome la libertad de tirar en los bosques con el arco ni con la ballesta, y, por eso, que no continúe yendo con aquel que lo haga, a no ser que sea para guardarse del traidor gentil [pagano]; que no se atreva tampoco a gritar con un perro, ni a hablar en jerga con él, y que se cuide también de no picar a su caballo por las ganas de cazar a un animal salvaje.


CAPÍTULO XLVIII
Sobre disparar siempre al león
Puesto que es cierto que os ha sido acordado particularmente y que os pertenece dar vuestra alma por vuestros hermanos y exterminar de la Tierra a los infieles que están siempre resentidos contra el Hijo de la Virgen, hemos hecho este mandamiento del león porque siempre busca a alguien para devorarlo: "Vuestro enemigo el diablo, como león, da vueltas y busca a quien devorar" (I Ped. 5, 8), "que está en contra de todos y que todos están en su contra" (Gén. 16, 12).


CAPÍTULO XLIX
De someteros al juicio dado sobre lo que se os reclame
Sabemos muy bien que los perseguidores de la Santa Iglesia son sinnúmero y que se apresuran a hostigar sin tregua y sin misericordia a los que no quieren discutir. Es por lo que se ha resuelto después de una seria consideración quedar en eso: que si alguien en cualquier lugar de la religión, en la parte oriental, reclama algo sobre vosotros en cualquier otro lugar que sea, os ordenamos escuchar el juicio de los jueces fieles y amantes de la verdad, y os ordenamos hacer mansamente lo que sea justo.


CAPÍTULO L
De observar esta Regla en todas las cosas
Os ordenamos con mucha honra observar esta misma Regla para todas las cosas que os hayan quitado injustamente.


CAPÍTULO LI
Que está permitido a todos los caballeros profesos tener tierras y sirvientes
Creemos, por divina providencia, que este nuevo género de religión tuvo principio en estos Santos Lugares, para que se mixturara la religión con la milicia, es decir, que habéis hecho una caballería religiosa y que así la religión usa la vía de las armas por la caballería y que podéis golpear sin crimen. Juzgamos, pues, que siendo llamados caballeros del Templo con todo el derecho, podéis, a causa de vuestro mérito señalado y del don particular de vuestra probidad, tener y poseer tierras, sirvientes y labradores, y llevarlos con justicia, y están obligados a daros lo que es debido por acuerdo.


CAPÍTULO LII
Que seamos atentos en cuidar a los enfermos
Es necesario sobre todas las cosas tener un cuidado muy grande con los hermanos enfermos, como si sirviéramos a Jesucristo; de modo que estas palabras del Evangelio: "He estado enfermo y me habéis visitado" (Mat. 25, 36) queden bien impresas en la memoria. Pues debemos considerarlos con paciencia y tratarlos con cuidado, puesto que es cierto que por este medio conseguimos una recompensa celeste.


CAPÍTULO LIII
Es necesario dar siempre a los enfermos todo aquello que precisen
Ordenamos con toda suerte de consideración y de precaución a los procuradores empleados para los lisiados, que les provean fielmente y sin demora de todo lo que es necesario para su subsistencia en sus diversas enfermedades, según los medios de la Casa, por ejemplo, carne, aves y otras cosas, hasta que estén restablecidos en su salud.


CAPÍTULO LIV
Que no se provoque a otro con la ira
Hay que extremar la guardia para que nadie sea lo bastante atrevido para provocar a alguien con la ira, porque en la propincuidad [parentesco], y en la divina fraternidad, tanto a los pobres, como a los ricos, con suma clemencia nos ligó Dios.


CAPÍTULO LV
De cómo se tengan, o reciban los hermanos casados
Os permitimos tener hermanos casados, de manera que si piden ser partícipes de las ventajas de vuestra fraternidad, el marido y la mujer hagan donación, después de la muerte, a todo el cuerpo en común de una porción de su fondo y todo lo que hayan adquirido de más, con tal de que lleven una vida honesta y que estén vinculados a los intereses de los hermanos; pero no llevarán el hábito blanco. Que si el marido muere antes, dejará su parte a los hermanos, y la mujer subsistirá de la otra. Sin embargo, estimamos que sea justo que esos hermanos no residan en la misma casa con hermanos que han hecho voto de castidad.


CAPÍTULO LVI
Los caballeros no tendrán hermanas asociadas
Como es peligroso asociarse con hermanas, porque el antiguo enemigo ha alejado a varios del verdadero camino del Paraíso por la compañía de las mujeres, es por eso, muy queridos hermanos, por lo que no os está permitido introducir esta costumbre.


CAPÍTULO LVII
Que los hermanos del Templo no tengan ninguna comunicación con los excomulgados
Hermanos míos, tenéis que estar en guardia y temer mucho que ninguno de los caballeros de Jesucristo se atreva a comunicarse, de ninguna manera, sea en particular o en público, con un hombre excomulgado, ni que reciba nada de él, por miedo a que él mismo se vuelva anatema maranatha (Apoc. 22, 20: "Ven, Señor Jesús"). Si lo fuere entredicho, será lícito participar con él, y recibir caritativamente su hacienda.


CAPÍTULO LVIII
De qué manera los guerreros seculares [seglares] deben ser recibidos
Si algún caballero de la masa de perdición o algún otro secular, queriendo renunciar al siglo, elige vuestro modo de vida y vuestra sociedad, no se acepte enseguida; pero, según el mandamiento de San Pablo: "Poned a prueba los espíritus, si son de Dios" [en realidad I Juan, 4, 1], y después, permitámosle la entrada. Leeremos en su presencia la Regla, y si consiente en los preceptos de la Regla propuesta, entonces, si place al maestre y a los hermanos recibirle, debe marcar su deseo y hacer su pedido a todos los hermanos reunidos. Y después, el maestre arreglará las condiciones de su tiempo de probación según las pruebas que tenga de la buena vida del aspirante.


CAPÍTULO LIX
No todos los hermanos serán llamados al consejo privado
Mandamos que no se llame siempre a todos los hermanos al consejo, sino a los que el maestre haya reconocido apropiados y capaces de aconsejar bien. Pero cuando quiera tratar de asuntos importantes, como dar una tierra de la comunidad, o de alienarla a la Orden, o recibir a un hermano, entonces es oportuno, si place al maestre, convocar a toda la congregación y, después de oír el consejo de todo el capítulo, se hará lo que el maestre haya juzgado mejor y más útil.


CAPÍTULO LX
De rezar en silencio
Mandamos de común consejo a todos los hermanos, sea que estén sentados o de pie, según sus distintas disposiciones de cuerpo y de espíritu, que cumplan con ese deber con una gran reverencia, y sin ruido, de manera que ninguno turbe al otro.


CAPÍTULO LXI
Que crean a los sirvientes
Hemos conocido que varios miembros de la Orden, tanto sirvientes como escuderos de distintas provincias, desean por la salvación de su alma servir con celo en nuestra Casa, durante un tiempo. Y bien, es cosa provechosa que los creáis por miedo a que el enemigo les sugiera por astucia alguna cosa mala en el servicio de Dios, o les aparte totalmente de su buen designio.


CAPÍTULO LXII
Que los niños, mientras sean pequeños, no sean recibidos entre los hermanos del Templo
A pesar de que la Regla de los Santos Padres permita tener en congregación a niños, no os aprobaremos nunca que os encarguéis de ellos. Pero aquel que tenga por designio meter a su hijo o a su pariente en la religión de los caballeros y hacer de ello grandes instancias, que lo críe hasta la edad que tenga la fuerza y el valor para llevar las armas, a fin de extirpar de Tierra Santa a los enemigos de Jesucristo. Luego, según la Regla, el padre o los parientes le conduzcan en medio de los hermanos y declaren a todos su petición: mejor es no ofrecer en la puericia, que después de haber hecho hombre enormemente huir.



CAPÍTULO LXIII
De honrar siempre a los ancianos
Hay que considerar y honrar a los ancianos por un sentimiento de piedad, a causa de la debilidad de su edad; y no deben estar obligados a ningún deber del cuerpo, sin embargo y a pesar de todo, deberán respetar la autoridad de la Regla.


CAPÍTULO LXIV
De los hermanos que van a distintas provincias
Los hermanos que son enviados a distintas provincias deben procurar guardar la Regla tanto como sus fuerzas se lo permitan, tanto en el comer como en el beber como en las otras cosas, y llevar una vida irreprochable, para que a todos los extranjeros que los vieren les den buen testimonio de su vida. Que no violen los estatutos de la religión ni en hecho ni en palabra, sino que den, sobre todo a todos aquellos con los cuales tengan algún trato, ejemplos de sabiduría, acompañados de buenas obras. Que aquel en cuya casa decidan alojarse tenga buena fama; y de ser posible, que no haya luz, esa noche, en la casa del huésped, por miedo a que el enemigo tenebroso suscite alguna oportunidad que deseamos no suceda. Cuando los caballeros sepan donde se juntan aquellos que no están excomulgados, les recomendamos ir, no considerando tanto la temporal utilidad como la salvación de su alma. Aprobaremos a los hermanos que se encuentren en los países de ultramar para recibir a quienes les hagan instancias para estar asociados a la Orden, con la condición de que el marido y la mujer vayan juntos en presencia del obispo de la provincia que oirá la solicitud del postulante. Y oída la solicitud, el hermano mandará al marido al maestre y a los hermanos que están en el Templo que está en Jerusalén; y si es de vida honrada y digna de tal compañía, que se le haga la gracia de recibirle, si el maestre y los hermanos lo encuentran bien. Si, en esto, llega a morir por el trabajo y de cansancio, será partícipe de todas las ventajas de los Pobres Caballeros, como un hermano mismo.


CAPÍTULO LXV
Que los víveres sean distribuidos por igual entre todos
Creemos también que se debe y que es razonable distribuir por igual entre todos los hermanos de la Casa los víveres según lo permita el lugar; pues no es bueno hacer distinción de las personas, pero es necesario tener consideración con las dolencias.


CAPÍTULO LXVI
Los caballeros del Templo pueden tener diezmos
Después de dejar la abundancia de las riquezas y haberos sujetado a una pobreza voluntaria, creemos deber enseñaros cómo podéis tener justamente diezmos para vivir en común. Si el obispo de la Iglesia, a quien justamente se le deben las décimas, os las quiera dar caritativamente, se os deben de dar con consentimiento del Cabildo, de aquellas décimas o diezmos que entonces posee dicha Iglesia. Si algún laico quiere todavía retenerlos en su patrimonio, para la condenación eterna de su alma, y que arrepintiéndose amargamente después os lo deje, puede hacerlo con el solo consentimiento del obispo, sin el del capítulo.


CAPÍTULO LXVII
Sobre faltas leves y graves culpas
Si un hermano, sea hablando, sea combatiendo o de otro modo, ha cometido alguna falta leve, que descubra él mismo su ofensa al maestre para darle satisfacción; que reciba una penitencia leve para faltas leves, si no son acostumbradas. Pero si la esconde y si es conocida por otro, que sufra una reprimenda más grande y pública. Si el delito es grande, que sea aislado de la compañía de los hermanos y que no coma con ellos en la misma mesa, sino que tome su comida solo. Que el maestre juzgue y mande como le plazca, con el fin de que el culpable permanezca salvo en el día del Juicio.


CAPÍTULO LXVIII
Por qué pena un hermano no debe ser recibido
Es necesario, ante todo, procurar que un hermano, potente o no, fuerte o débil, y que queriéndose exaltar y poco a poco ensoberbecerse, y defender su culpa, no quede impune. Si quiere enmendarse, que se le haga una severa corrección; si no quiere corregirse después de saludables avisos y después de que se haya rezado por él, sino que al contrario se vuelve cada vez más soberbio, entonces que sea separado del rebaño según la orden del Apóstol: "Rechazad de entre vosotros al malvado" (I Cor. 5, 13). Es necesario separar la oveja moribunda de la sociedad de los hermanos fieles. Por lo demás, el maestre debe tener el báculo y la vara en la mano: el báculo, para soportar las dolencias de los débiles, y la vara, para castigar el vicio de los delincuentes por celo de justicia. Eso es lo que debe hacer de acuerdo con el patriarca y después de muchas reflexiones, por miedo a que, como dice San Máximo [sin duda se trata de San Máximo, obispo de Torino, muerto en 423, que dejó escritas numerosas homilías], una dulzura demasiado grande o una severidad demasiado grande impida al pecador recuperarse de su error.


CAPÍTULO LXIX
Sólo estará permitido tener una sola camisa de tela desde la fiesta de Pascua hasta Todos los Santos
Teniendo en cuenta que era necesario tener alguna consideración con los grandes calores orientales, daremos, no de derecho, sino por gracia, una sola camisa de lino a cada uno desde la fiesta de Pascua hasta Todos los Santos, y que cada uno la use si quiere; y en otro tiempo, tendremos generalmente sólo camisas de lana.


CAPÍTULO LXX
Sobre el lecho y la ropa de cama
Juzgamos a propósito, de común parecer, que, en lo que se refiere a dormir, cada uno se acueste aparte en una cama, a no ser de gran necesidad. Cada uno tendrá cama o lecho según el maestre lo ordene con moderación. Pero creemos que un saco, un colchón y una manta bastan. Aquel a quien le falte una de estas cosas, que tenga una alfombra, y en todo tiempo se podrá tener sábanas de tela. Se dormirá con la camisa y los calzones, y que haya siempre luz mientras duerman los hermanos.


CAPÍTULO LXXI
Sobre la murmuración
Os mandamos evitar, según la exhortación divina, la envidia, los celos, la murmuración, las confidencias y las maledicencias, como una especie de peste. Que cada uno se cuide de acusar en secreto a su hermano o de reprenderlo, pero que se acuerde de lo que dice San Pablo: "No andes difamando entre el pueblo" [en realidad, Lev. 19, 16]. Cuando uno sepa manifiestamente que un hermano ha pecado, se le corrija en privado suave y fraternalmente, según el mandamiento del Señor; y si no os escucha, haga venir a otro hermano; y si desprecia a uno y a otro, que sea reprendido públicamente en el convento ante todos. Aquellos que maldicen de los otros son muy ciegos, y es una desgracia grande que no puedan reprimir la envidia que les hunde en la antigua malicia del enemigo astuto.


CAPÍTULO LXXII
De no besar a ninguna mujer
Estimamos que es peligroso para toda religión prestar demasiada atención al rostro de las mujeres; por esto ningún hermano debe tomarse la libertad de besar viuda, ni virgen, ni hermana, ni amiga, ni ninguna otra mujer. Es necesario que los caballeros de Jesucristo eviten los besos de las mujeres, por los cuales los hombres suelen correr grandes riesgos, con el fin de que puedan siempre andar con la conciencia pura y sin temer nada en la presencia del Señor.


Fuente: Codex Templi


La Regla Primitiva de la Orden del Temple


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