LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
El estallido de la Revolución Francesa y la posterior ascensión al poder de un genio militar y político llamado Napoleón Bonaparte tuvo consecuencias desastrosas para España, gobernada a comienzos del siglo XIX por el monarca Carlos IV y su valido Manuel Godoy, unido por una relación amorosa a la reina María Luisa de Parma. El cónsul galo lograría implicar a nuestro país en una telaraña de estrategias encaminada a controlar todos los resortes políticos en Europa
Texto: Javier Tomé y José María Muñiz
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Con Godoy a la cabeza, el ejército hispano invadió Portugal en la campaña que fue bautizada como la Guerra de las Naranjas. La aparente victoria constituyó en realidad un fiasco en toda regla, pues se movilizaron miles de hombres y pertrechos para conquistar una sola plaza, Olivenza, aunque momentáneamente la soberbia de los reyes y su protegido quedara colmada.
No tuvieron oportunidad de saborear con calma las mieles del triunfo, pues un nuevo encontronazo bélico entre Francia e Inglaterra acabaría por arrastrar, muy a su pesar, a España. El conflicto quedaba saldado gracias a la victoria de Gran Bretaña en Trafalgar, donde aniquiló a la escuadra franco-española. Los mejores marinos -Gravina, Churruca o Alcalá Galiano- fallecieron en el desastre, mientras que la muerte del almirante Horace Nelson no empañó un triunfo decisivo para sus armas. A partir de Trafalgar el país entraba en una espiral de pesimismo y postración, agravada por la epidemia de fiebre amarilla que se ensañó con la población y las sucesivas crisis de subsistencia causantes de motines por todo el país, con incendios de tahonas y saqueos de almacenes de grano.
Para ensombrecer aún más el panorama, Carlos IV adoptaba en 1805 la peliaguda decisión de prohibir las corridas de toros, tan del gusto popular. Motivos de orden público y los tópicos de barbarie y primitivismo fueron los principales argumentos esgrimidos para tan polémica medida, justo cuando la llamada «fiesta nacional» vivía un momento de gloria gracias a matadores como Pepe-Hillo, Joaquín Costillares o el maestro Pedro Romero, responsable de la muerte de unos cuatro mil astados y más tarde director de la escuela de tauromaquia. Los renglones torcidos de la desidia y el abandono acabaron por pasar factura a un país enfermo de extrema gravedad crónica, como queda patente en el enfrentamiento que estalló entre Godoy y los fernandinos, partidarios de la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando, por aquel entonces príncipe de Asturias. Así lo recogen las coplillas que comenzaron a circular por los mentideros de la corte:
Vivir en cadenas, ¡qué bello vivir! Morir por Fernando, ¡qué bello morir!
El motín de Aranjuez
La memoria de la herida abierta en Trafalgar no acababa de cicatrizar, cuando en el mes de octubre de 1807 se produjo un nuevo escándalo en el seno de la familia real. El propio Carlos IV incautó a su díscolo hijo una carta manuscrita de su puño y letra en la que se describía una conjura para derrocar a Godoy, destronar al monarca y coronarse como Fernando VII. Detenido y procesado en El Escorial, donde se hallaba la corte, se supo que había solicitado a Napoleón la mano de su sobrina. Y puesto que un alud de tropas galas comenzaba a entrar en la península, el pueblo llano entendió que el gran Bonaparte apoyaría en sus pretensiones al príncipe de Asturias, una suposición falsa pero que sin duda tuvo su peso en la obtención del perdón real por parte del traicionero vástago. En un intento de abortar esta maniobra que afectaría gravemente a su posición, Godoy corrió también a buscar la bendición de Napoleón, firmando un tratado en Fontaineblau que supuso, de hecho, la absoluta sumisión española a los objetivos e intereses del emperador.
Semejante ceremonial de deshonor convenció definitivamente al corso de que nuestra nación caería como fruta madura en sus manos, así que en el mes de noviembre más de veinte mil hombres al mando del general Junot ya se encontraban en Castilla, dispuestos a invadir Portugal una vez más. En diciembre tomaron Lisboa, lo que no impediría que nuevos regimientos de refresco entrasen en España y comenzaran a actuar como dueños y señores de las ciudades por las que iban pasando. La alarma entre la población pareció remitir ante el motín popular vivido en Aranjuez el 17 de marzo de 1808, levantamiento organizado por Fernando VII y la nobleza para acabar con el odiado Godoy. Los revoltosos entraron en su palacio y acabaron por capturar al favorito, que hubo de ser protegido por una partida de Guardia de Corps del intento de linchamiento perpetrado por la furiosa multitud. Como consecuencia inmediata de los disturbios de Aranjuez, Carlos IV firmaba la abdicación en favor de su primogénito Fernando VII.
Exilio en Bayona
Pero el veneno del poder provocaría que la situación no acabara así, pues el nuevo rey no fue reconocido por el mariscal Murat, llegado a Madrid el día 23 de marzo al frente de un poderoso ejército. Todas las partes enfrentadas solicitaron el arbitraje de Napoleón en la grave crisis dinástica que afectaba a la familia real española, decidiendo el emperador que unos otros y viajasen a Bayona. De esta forma atrajo, con artimañas y falsas promesas, al incauto Fernando, llegado a la capital francesa el 20 de abril de 1808. Y ello a pesar de las advertencias rimadas que le hacían llegar sus fieles:
Ya te lo he dicho, Fernando,
no te vayas a Bayona, que Godoy y Bonaparte te quitarán la corona.
Siguiendo la estela de su hijo arribó Carlos IV, dispuesto a continuar la disputa por la corona española, en la que resultaría una de las páginas más chuscas de nuestra historia por su bajeza e indignidad. Ambos salieron trasquilados, pues Napoleón había decidido expulsar a los Borbones de un trono que sería ocupado por un miembro de su propia familia. Llegadas noticias de lo ocurrido en Madrid el 2 de mayo, y como prueba de su acreditada cobardía y falsedad, Fernando emitía una proclama pidiendo al pueblo que obedeciera a los franceses y a un emperador que acabaría colmándolos de felicidad. El día 10 de mayo, la familia real al completo firmaba su renuncia a la corona en favor de Napoleón, que de inmediato nombró rey de España a su hermano José. El último acto de esta farsa tragicómica se cerraba con la felicitación pública de Fernando a su sucesor José, añadiendo que él mismo se consideraba un miembro más de la gran familia Bonaparte.
Historia y memoria leonesa León, capital del viejo Reino que fuera cruce de culturas, de estilos artísticos y de destinos históricos, contaba a comienzos del siglo XIX con alrededor de 10.000 habitantes. Estaba dividida en trece parroquias y sus edificios más sobresalientes eran la basílica de San Isidoro, relicario en piedra que guarda los restos del santo hispalense, y la Pulchra Leonina , obra maestra de la arquitectura por su delicadeza y originalidad. La ciudad seguía rezumando privilegio y tradición, según evidenciaban las más distinguidas clases sociales. Un grupo de privilegiados que sumaba cerca de 300 personas y en el que se incluían eclesiásticos, caballeros, religiosas, comerciantes y otras gentes decentes y de acreditados caudales. Mucho más abajo en la cúspide ciudadana se hallaban los obreros, menestrales y el numeroso sector de desfavorecidos por la diosa Fortuna que pululaban a la intemperie por calles y plazas. Según estudios de la profesora Patrocinio García, aparecían numerosos cadáveres de personas fallecidas a causa del hambre y el frío, que eran etiquetados con un distante tono burocrático: Pobre que murió en la calle, indica ser de dieciséis a dieciocho años. Se dijo que le habían oído decir que era natural de Santa María del Páramo . O moza que andaba a la limosna y que indicaba ser de quince a dieciséis años; nadie la conoció . Nada que ver, por supuesto, con distintos integrantes de la rancia nobleza avecindada en León, como el vizconde de Quintanilla, el marqués de San Isidro, la marquesa viuda de Inicio, el marqués de Villamenazar o el señor de El Ferral. Otros miembros de las clases altas, cuyos apellidos se perpetuarán a través del tiempo, eran los Azcárate o los Sierra Pambley, relacionados posteriormente con la progresista Institución Libre de Enseñanza. El progreso material alcanzado por la ciudad se hacía patente en la Puerta del Castillo, importante acceso al núcleo urbano costeado a cuenta del común de vecinos, la calzada que partía desde Puerta Moneda, presidida por una estatua de Carlos III, o el puente de Trobajo de Cerecedo. También se acometió por entonces la obra de traída de aguas, tal como informa la Gaceta Pública el día 19 de junio de 1787: el vecindario está recibiendo el beneficio del agua dulce y saludable, por la construcción de una gran obra de cañerías . Se construyeron igualmente las fuentes de San Marcelo y San Isidoro, redondeando el plantel de fontanas las de la plaza de la Catedral y el Mercado que ya estaban finalizadas en 1789, destacando la última por la alegoría que representa a los ríos Bernesga y Torío fluyendo por la capital. En definitiva, León iniciaba el siglo XIX saboreando los gozos y sombras de las complejas cosas sencillas y totalmente ignorante acerca de la semilla del desastre que estaba creciendo en territorio patrio.
No tuvieron oportunidad de saborear con calma las mieles del triunfo, pues un nuevo encontronazo bélico entre Francia e Inglaterra acabaría por arrastrar, muy a su pesar, a España. El conflicto quedaba saldado gracias a la victoria de Gran Bretaña en Trafalgar, donde aniquiló a la escuadra franco-española. Los mejores marinos -Gravina, Churruca o Alcalá Galiano- fallecieron en el desastre, mientras que la muerte del almirante Horace Nelson no empañó un triunfo decisivo para sus armas. A partir de Trafalgar el país entraba en una espiral de pesimismo y postración, agravada por la epidemia de fiebre amarilla que se ensañó con la población y las sucesivas crisis de subsistencia causantes de motines por todo el país, con incendios de tahonas y saqueos de almacenes de grano.
Para ensombrecer aún más el panorama, Carlos IV adoptaba en 1805 la peliaguda decisión de prohibir las corridas de toros, tan del gusto popular. Motivos de orden público y los tópicos de barbarie y primitivismo fueron los principales argumentos esgrimidos para tan polémica medida, justo cuando la llamada «fiesta nacional» vivía un momento de gloria gracias a matadores como Pepe-Hillo, Joaquín Costillares o el maestro Pedro Romero, responsable de la muerte de unos cuatro mil astados y más tarde director de la escuela de tauromaquia. Los renglones torcidos de la desidia y el abandono acabaron por pasar factura a un país enfermo de extrema gravedad crónica, como queda patente en el enfrentamiento que estalló entre Godoy y los fernandinos, partidarios de la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando, por aquel entonces príncipe de Asturias. Así lo recogen las coplillas que comenzaron a circular por los mentideros de la corte:
Vivir en cadenas, ¡qué bello vivir! Morir por Fernando, ¡qué bello morir!
El motín de Aranjuez
La memoria de la herida abierta en Trafalgar no acababa de cicatrizar, cuando en el mes de octubre de 1807 se produjo un nuevo escándalo en el seno de la familia real. El propio Carlos IV incautó a su díscolo hijo una carta manuscrita de su puño y letra en la que se describía una conjura para derrocar a Godoy, destronar al monarca y coronarse como Fernando VII. Detenido y procesado en El Escorial, donde se hallaba la corte, se supo que había solicitado a Napoleón la mano de su sobrina. Y puesto que un alud de tropas galas comenzaba a entrar en la península, el pueblo llano entendió que el gran Bonaparte apoyaría en sus pretensiones al príncipe de Asturias, una suposición falsa pero que sin duda tuvo su peso en la obtención del perdón real por parte del traicionero vástago. En un intento de abortar esta maniobra que afectaría gravemente a su posición, Godoy corrió también a buscar la bendición de Napoleón, firmando un tratado en Fontaineblau que supuso, de hecho, la absoluta sumisión española a los objetivos e intereses del emperador.
Semejante ceremonial de deshonor convenció definitivamente al corso de que nuestra nación caería como fruta madura en sus manos, así que en el mes de noviembre más de veinte mil hombres al mando del general Junot ya se encontraban en Castilla, dispuestos a invadir Portugal una vez más. En diciembre tomaron Lisboa, lo que no impediría que nuevos regimientos de refresco entrasen en España y comenzaran a actuar como dueños y señores de las ciudades por las que iban pasando. La alarma entre la población pareció remitir ante el motín popular vivido en Aranjuez el 17 de marzo de 1808, levantamiento organizado por Fernando VII y la nobleza para acabar con el odiado Godoy. Los revoltosos entraron en su palacio y acabaron por capturar al favorito, que hubo de ser protegido por una partida de Guardia de Corps del intento de linchamiento perpetrado por la furiosa multitud. Como consecuencia inmediata de los disturbios de Aranjuez, Carlos IV firmaba la abdicación en favor de su primogénito Fernando VII.
Exilio en Bayona
Pero el veneno del poder provocaría que la situación no acabara así, pues el nuevo rey no fue reconocido por el mariscal Murat, llegado a Madrid el día 23 de marzo al frente de un poderoso ejército. Todas las partes enfrentadas solicitaron el arbitraje de Napoleón en la grave crisis dinástica que afectaba a la familia real española, decidiendo el emperador que unos otros y viajasen a Bayona. De esta forma atrajo, con artimañas y falsas promesas, al incauto Fernando, llegado a la capital francesa el 20 de abril de 1808. Y ello a pesar de las advertencias rimadas que le hacían llegar sus fieles:
Ya te lo he dicho, Fernando,
no te vayas a Bayona, que Godoy y Bonaparte te quitarán la corona.
Siguiendo la estela de su hijo arribó Carlos IV, dispuesto a continuar la disputa por la corona española, en la que resultaría una de las páginas más chuscas de nuestra historia por su bajeza e indignidad. Ambos salieron trasquilados, pues Napoleón había decidido expulsar a los Borbones de un trono que sería ocupado por un miembro de su propia familia. Llegadas noticias de lo ocurrido en Madrid el 2 de mayo, y como prueba de su acreditada cobardía y falsedad, Fernando emitía una proclama pidiendo al pueblo que obedeciera a los franceses y a un emperador que acabaría colmándolos de felicidad. El día 10 de mayo, la familia real al completo firmaba su renuncia a la corona en favor de Napoleón, que de inmediato nombró rey de España a su hermano José. El último acto de esta farsa tragicómica se cerraba con la felicitación pública de Fernando a su sucesor José, añadiendo que él mismo se consideraba un miembro más de la gran familia Bonaparte.
Historia y memoria leonesa León, capital del viejo Reino que fuera cruce de culturas, de estilos artísticos y de destinos históricos, contaba a comienzos del siglo XIX con alrededor de 10.000 habitantes. Estaba dividida en trece parroquias y sus edificios más sobresalientes eran la basílica de San Isidoro, relicario en piedra que guarda los restos del santo hispalense, y la Pulchra Leonina , obra maestra de la arquitectura por su delicadeza y originalidad. La ciudad seguía rezumando privilegio y tradición, según evidenciaban las más distinguidas clases sociales. Un grupo de privilegiados que sumaba cerca de 300 personas y en el que se incluían eclesiásticos, caballeros, religiosas, comerciantes y otras gentes decentes y de acreditados caudales. Mucho más abajo en la cúspide ciudadana se hallaban los obreros, menestrales y el numeroso sector de desfavorecidos por la diosa Fortuna que pululaban a la intemperie por calles y plazas. Según estudios de la profesora Patrocinio García, aparecían numerosos cadáveres de personas fallecidas a causa del hambre y el frío, que eran etiquetados con un distante tono burocrático: Pobre que murió en la calle, indica ser de dieciséis a dieciocho años. Se dijo que le habían oído decir que era natural de Santa María del Páramo . O moza que andaba a la limosna y que indicaba ser de quince a dieciséis años; nadie la conoció . Nada que ver, por supuesto, con distintos integrantes de la rancia nobleza avecindada en León, como el vizconde de Quintanilla, el marqués de San Isidro, la marquesa viuda de Inicio, el marqués de Villamenazar o el señor de El Ferral. Otros miembros de las clases altas, cuyos apellidos se perpetuarán a través del tiempo, eran los Azcárate o los Sierra Pambley, relacionados posteriormente con la progresista Institución Libre de Enseñanza. El progreso material alcanzado por la ciudad se hacía patente en la Puerta del Castillo, importante acceso al núcleo urbano costeado a cuenta del común de vecinos, la calzada que partía desde Puerta Moneda, presidida por una estatua de Carlos III, o el puente de Trobajo de Cerecedo. También se acometió por entonces la obra de traída de aguas, tal como informa la Gaceta Pública el día 19 de junio de 1787: el vecindario está recibiendo el beneficio del agua dulce y saludable, por la construcción de una gran obra de cañerías . Se construyeron igualmente las fuentes de San Marcelo y San Isidoro, redondeando el plantel de fontanas las de la plaza de la Catedral y el Mercado que ya estaban finalizadas en 1789, destacando la última por la alegoría que representa a los ríos Bernesga y Torío fluyendo por la capital. En definitiva, León iniciaba el siglo XIX saboreando los gozos y sombras de las complejas cosas sencillas y totalmente ignorante acerca de la semilla del desastre que estaba creciendo en territorio patrio.