LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
La ruleta de la vida leonesa giraba, a comienzos del siglo XIX, en torno a la religión, eterna fuente de fortaleza y consuelo. Las distintas órdenes tenían sus respectivas sedes y domicilios en los ya desaparecidos conventos de San Claudio y Santo Domingo, mientras que han llegado a nuestros días los de San Francisco, San Isidoro y el de San Marcos, aunque su dedicación actual sea muy distinta a la vocación jacobea con que nació el cenobio asentado a orillas del Bernesga
Texto: Javier Tomé y José María Muñiz
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Capital eminentemente agrícola, tal como recuerda la comedia de Lope de Vega Los prados de León , las familias de labradores se asentaban en los arrabales de San Pedro, San Lorenzo y Santa Ana, reservando el interior del recinto amurallado para comerciantes, menestrales y la pujante escuela de canteros, vidrieros y artífices del hierro dedicados a embellecer los palacios y casonas señoriales. El pulso de León cobraba extraordinaria animación con motivo de las bulliciosas ferias de San Juan, de los Santos y de San Andrés, o el mercado de Ramos que servía como pórtico a la fúnebre y bastante tétrica Semana Santa. En cuando a las escasas industriales locales, el mejor botón de muestra era la Fábrica de Hilados que abrió sus puertas en tiempos de Fernando VI y cuya portada aún podemos admirar en los viejos juzgados de la calle del Cid. Otra bolsa de trabajo para los obreros leoneses se debía al buen obispo Cayetano Antonio Cuadrillero, impulsor del edificio destinado a Hospicio que se estaba levantando junto a la pradera de San Francisco. Un gran logro material y espiritual para aquel poblachón de hechuras medievales que, en afortunada frase del Padre Risco, era una de las ciudades más agradables y deliciosas del Reino .
El oro viejo del pasado dignificaba un entramado urbano que, por otra parte, no brillaba precisamente por su limpieza. Todo el mundo tiraba sus aguas mayores y menores por las ventanas de las viviendas, provocando que las calles presentaran un sucio y lamentable estado. El señor Quijada, regidor del Ayuntamiento en 1808, propuso en una sesión municipal que para mantener limpia y aseada la Plaza Mayor, le parecía que podía adoptarse el medio de obligar a las verduleras y pescaderas a que diariamente, al retirarse a sus casas después de la jornada de trabajo, llevasen todos los despojos de sus géneros fuera de la Plaza y que los moradores de las casas no debían arrojar al exterior sus respectivas inmundicias. Atrincherada en sus certidumbres, la capital leonesa vivía en una burbuja de modos y costumbres característica del Antiguo Régimen.
Bonaparte en los infiernos
El señor Escobar ofreció trasladar al Ayuntamiento cuanto le habían expuesto y que se haría todo lo posible para obtener dicha gracia. Muy satisfechos con la propuesta, suplicaron al regidor que repitiese al público lo prometido a ellos. Así lo hizo el munícipe y todos regresaron, contentos y tranquilos, a sus domicilios. El trasfondo de tan versallesca algarada, en opinión de la profesora García Gutiérrez, estaba en el descontento de los estudiantes y profesores del Seminario contra Sierra Pambley, comisionado regio en la venta de capellanías, causa real de la revuelta. La minoría interesada en el asunto debía presentar al pueblo un motivo más acorde con sus preocupaciones para que expresara su descontento, encontrándolo en los 4 maravedíes impuestos igualmente por el Príncipe de la Paz sobre cada cuartillo de vino. La tregua no escrita firmada por unos y otros el día 28 de marzo fue en realidad el preludio para una fecha clave en el registro de la memoria colectiva leonesa, como es la del 24 de abril de 1808.
Ciudad devota de sus tradiciones, León celebró con toda solemnidad la fiesta mayor del cristianismo que es la Semana Santa. Un puzzle de vivencias y emociones que rezuma solera, historia, tipismo y tradición, tal como se pudo comprobar durante la Pascua de 1808. Lamentablemente, no existían demasiados motivos para el regocijo, pues el deseado Fernando había salido de Madrid el día 10 de abril y de España el 19, camino de Bayona, y con el rey todas las esperanzas que los españoles pusieron en su persona. Así lo refleja un ilustrativo cantar:
Bonaparte en los infiernos tiene su silla poltrona, y a su lado está Godoy poniéndole la corona.
Rogativas por Don Fernando
Las leyendas son artículos de primera necesidad, por lo que el 24 de abril de 1808 ocupa un lugar de honor en el imaginario colectivo leonés. El pulcro manto de la ciudad se sobrecogió al darse a conocer, por parte del Ayuntamiento, la Real Orden de Fernando VII fechada el día 12 en Burgos, de camino hacia la frontera francesa. El monarca pedía rogativas públicas para implorar a la Divina Clemencia los auxilios para el mejor gobierno de los Reinos. Aquella recordada fecha, de la que ahora se cumple el doscientos aniversario, marca el final de la vida pacífica en la capital leonesa y el inicio de la tumultuosa agitación que no finalizaría hasta cinco años más tarde. Las actas municipales nos refieren lo ocurrido el 24 de abril: A las 10 de la mañana de ese día, hora en que recibe la ciudad el correo general, empezó a trascender la noticia de que en esa vuestra Villa y Corte (el escrito lo dirige el Ayuntamiento a Fernando VII) intentaron algunos malvados el día 20 del presente mes publicar edictos revolucionarios contra el sagrado gobierno que entroniza Vuestra digna persona, a tan buen grado y universal placer de todos vuestros vasallos que miran el celo exaltado de V.M., un regenerador de aquel antiguo ardor de los españoles debilitados por las sugestiones de un Balido (sic) que abusó de la notoria jurisdicción y beneficencia de vuestros Padres Augustos. Los repetidos conductos por donde se comunicó dicha noticia a diferentes sujetos de esta Ciudad, ocasionaron a un tiempo mismo, no sólo el que no se dudase de su Aserto, sino el que se llegase a vulgarizar entre todos los ciudadanos, que siempre decididos por la consolidación y firmeza de vuestro Reinado Paternal esperan con ansia las noticias prósperas y lisonjeras en favor de vuestro solio Augusto . El «yo» identitario leonés se sumó, pues, con entusiasmo al supuesto código de valores que encarnaba la monarquía de don Fernando, noble convicción expresada públicamente por los cada vez más enardecidos paisanos: En tal supuesto, agitados, Señor, todos los ánimos de estos fieles ciudadanos que no ceden en su amor y lealtad acendrada hacia Vuestra Real Persona, a los antiguos leoneses que tantos trofeos alcanzaron bajo los Gloriosos estandartes de los Predecesores Ilustres de Vuestra Señoría, juntándose en numerosos corrillos a cotejar sus pálidos semblantes, a la primera insinuación de un compatriota fiel repitieron millones de ecos: ¡Viva Nuestro amado Rey Fernando VII, mueran los conspiradores! Como el ruidoso lago que rompiendo sus diques elevados inunda los vallados contiguos, del tal manera, Señor, se desplegaron las cuadrillas de vecinos de todas clases por las calles y por las plazas, repitiendo entre incesantes alaridos y demostraciones emprendedoras ¡viva el Rey, mueran los malvados! El trueno que se produjo en los Pirineos tras el estallido de la Revolución Francesa, parecía presagiar el final de un ciclo histórico. Pero aquí en España, y mucho menos en León, nadie se atrevía a cuestionar el carácter sacrosanto de la monarquía encarnada por la dinastía de los Borbones. Si que existía un largo memorial de agravios en contra del favorito Godoy, a quien se catalogaba como pérfido usurpador de la voluntad real, por lo que Fernando VII comenzó a ser considerado como el gran libertador que habría de salvar al pueblo español de todos los males causados por el «mal gobierno». Pocos días después del motín de Aranjuez, ocurrido como hemos dicho el 17 de marzo de 1808, tuvo lugar en nuestra capital una protesta bautizada por algún historiador como el motín de la hogaza . Conocemos lo ocurrido por Bernardo Escobar, entonces regidor del Ayuntamiento y protagonista destacado en el suceso. Acompañado por el Alcalde mayor y don Benito Subira, acudió al domicilio de Felipe de Sierra y Pambley, administrador de la Caja de Consolidación de Valores y comisionado por el archidiablo Godoy en la venta de capellanías y obras pías.
El motivo de la visita estaba centrado en la supuesta ofensa hecha por don Felipe a un grupo de exaltados, que se plantaron frente a su casa pidiendo que les arrojara el retrato del despreciable Manuel Godoy. En lugar de ello, y a modo de burla, tiró una hogaza de pan. También estaban presentes cuatro comisionados por los gremios, quienes solicitaron se les quitase el nuevo impuesto de 4 maravedíes sobre cada cuartillo de vino, en atención a la subida al trono de don Fernando. Con toda compostura y prudencia, el regidor respondió que con el mayor gusto los complacería si tuviese facultades para hacerlo, pero que la concesión de esta gracia sólo dependía de la voluntad del monarca, así que únicamente a él debían acudir. Quedaron conformes con la respuesta los representantes de los gremios, pidiendo tan sólo que se hiciese llegar a S.M. sus deseos y lo gravoso que les resultaba dicha contribución por sí misma y porque se decía estaba impuesta por Godoy. Pero que si era voluntad del rey o necesaria para la corona la llevarían contentos, e incluso otras cargas mayores.
El oro viejo del pasado dignificaba un entramado urbano que, por otra parte, no brillaba precisamente por su limpieza. Todo el mundo tiraba sus aguas mayores y menores por las ventanas de las viviendas, provocando que las calles presentaran un sucio y lamentable estado. El señor Quijada, regidor del Ayuntamiento en 1808, propuso en una sesión municipal que para mantener limpia y aseada la Plaza Mayor, le parecía que podía adoptarse el medio de obligar a las verduleras y pescaderas a que diariamente, al retirarse a sus casas después de la jornada de trabajo, llevasen todos los despojos de sus géneros fuera de la Plaza y que los moradores de las casas no debían arrojar al exterior sus respectivas inmundicias. Atrincherada en sus certidumbres, la capital leonesa vivía en una burbuja de modos y costumbres característica del Antiguo Régimen.
Bonaparte en los infiernos
El señor Escobar ofreció trasladar al Ayuntamiento cuanto le habían expuesto y que se haría todo lo posible para obtener dicha gracia. Muy satisfechos con la propuesta, suplicaron al regidor que repitiese al público lo prometido a ellos. Así lo hizo el munícipe y todos regresaron, contentos y tranquilos, a sus domicilios. El trasfondo de tan versallesca algarada, en opinión de la profesora García Gutiérrez, estaba en el descontento de los estudiantes y profesores del Seminario contra Sierra Pambley, comisionado regio en la venta de capellanías, causa real de la revuelta. La minoría interesada en el asunto debía presentar al pueblo un motivo más acorde con sus preocupaciones para que expresara su descontento, encontrándolo en los 4 maravedíes impuestos igualmente por el Príncipe de la Paz sobre cada cuartillo de vino. La tregua no escrita firmada por unos y otros el día 28 de marzo fue en realidad el preludio para una fecha clave en el registro de la memoria colectiva leonesa, como es la del 24 de abril de 1808.
Ciudad devota de sus tradiciones, León celebró con toda solemnidad la fiesta mayor del cristianismo que es la Semana Santa. Un puzzle de vivencias y emociones que rezuma solera, historia, tipismo y tradición, tal como se pudo comprobar durante la Pascua de 1808. Lamentablemente, no existían demasiados motivos para el regocijo, pues el deseado Fernando había salido de Madrid el día 10 de abril y de España el 19, camino de Bayona, y con el rey todas las esperanzas que los españoles pusieron en su persona. Así lo refleja un ilustrativo cantar:
Bonaparte en los infiernos tiene su silla poltrona, y a su lado está Godoy poniéndole la corona.
Rogativas por Don Fernando
Las leyendas son artículos de primera necesidad, por lo que el 24 de abril de 1808 ocupa un lugar de honor en el imaginario colectivo leonés. El pulcro manto de la ciudad se sobrecogió al darse a conocer, por parte del Ayuntamiento, la Real Orden de Fernando VII fechada el día 12 en Burgos, de camino hacia la frontera francesa. El monarca pedía rogativas públicas para implorar a la Divina Clemencia los auxilios para el mejor gobierno de los Reinos. Aquella recordada fecha, de la que ahora se cumple el doscientos aniversario, marca el final de la vida pacífica en la capital leonesa y el inicio de la tumultuosa agitación que no finalizaría hasta cinco años más tarde. Las actas municipales nos refieren lo ocurrido el 24 de abril: A las 10 de la mañana de ese día, hora en que recibe la ciudad el correo general, empezó a trascender la noticia de que en esa vuestra Villa y Corte (el escrito lo dirige el Ayuntamiento a Fernando VII) intentaron algunos malvados el día 20 del presente mes publicar edictos revolucionarios contra el sagrado gobierno que entroniza Vuestra digna persona, a tan buen grado y universal placer de todos vuestros vasallos que miran el celo exaltado de V.M., un regenerador de aquel antiguo ardor de los españoles debilitados por las sugestiones de un Balido (sic) que abusó de la notoria jurisdicción y beneficencia de vuestros Padres Augustos. Los repetidos conductos por donde se comunicó dicha noticia a diferentes sujetos de esta Ciudad, ocasionaron a un tiempo mismo, no sólo el que no se dudase de su Aserto, sino el que se llegase a vulgarizar entre todos los ciudadanos, que siempre decididos por la consolidación y firmeza de vuestro Reinado Paternal esperan con ansia las noticias prósperas y lisonjeras en favor de vuestro solio Augusto . El «yo» identitario leonés se sumó, pues, con entusiasmo al supuesto código de valores que encarnaba la monarquía de don Fernando, noble convicción expresada públicamente por los cada vez más enardecidos paisanos: En tal supuesto, agitados, Señor, todos los ánimos de estos fieles ciudadanos que no ceden en su amor y lealtad acendrada hacia Vuestra Real Persona, a los antiguos leoneses que tantos trofeos alcanzaron bajo los Gloriosos estandartes de los Predecesores Ilustres de Vuestra Señoría, juntándose en numerosos corrillos a cotejar sus pálidos semblantes, a la primera insinuación de un compatriota fiel repitieron millones de ecos: ¡Viva Nuestro amado Rey Fernando VII, mueran los conspiradores! Como el ruidoso lago que rompiendo sus diques elevados inunda los vallados contiguos, del tal manera, Señor, se desplegaron las cuadrillas de vecinos de todas clases por las calles y por las plazas, repitiendo entre incesantes alaridos y demostraciones emprendedoras ¡viva el Rey, mueran los malvados! El trueno que se produjo en los Pirineos tras el estallido de la Revolución Francesa, parecía presagiar el final de un ciclo histórico. Pero aquí en España, y mucho menos en León, nadie se atrevía a cuestionar el carácter sacrosanto de la monarquía encarnada por la dinastía de los Borbones. Si que existía un largo memorial de agravios en contra del favorito Godoy, a quien se catalogaba como pérfido usurpador de la voluntad real, por lo que Fernando VII comenzó a ser considerado como el gran libertador que habría de salvar al pueblo español de todos los males causados por el «mal gobierno». Pocos días después del motín de Aranjuez, ocurrido como hemos dicho el 17 de marzo de 1808, tuvo lugar en nuestra capital una protesta bautizada por algún historiador como el motín de la hogaza . Conocemos lo ocurrido por Bernardo Escobar, entonces regidor del Ayuntamiento y protagonista destacado en el suceso. Acompañado por el Alcalde mayor y don Benito Subira, acudió al domicilio de Felipe de Sierra y Pambley, administrador de la Caja de Consolidación de Valores y comisionado por el archidiablo Godoy en la venta de capellanías y obras pías.
El motivo de la visita estaba centrado en la supuesta ofensa hecha por don Felipe a un grupo de exaltados, que se plantaron frente a su casa pidiendo que les arrojara el retrato del despreciable Manuel Godoy. En lugar de ello, y a modo de burla, tiró una hogaza de pan. También estaban presentes cuatro comisionados por los gremios, quienes solicitaron se les quitase el nuevo impuesto de 4 maravedíes sobre cada cuartillo de vino, en atención a la subida al trono de don Fernando. Con toda compostura y prudencia, el regidor respondió que con el mayor gusto los complacería si tuviese facultades para hacerlo, pero que la concesión de esta gracia sólo dependía de la voluntad del monarca, así que únicamente a él debían acudir. Quedaron conformes con la respuesta los representantes de los gremios, pidiendo tan sólo que se hiciese llegar a S.M. sus deseos y lo gravoso que les resultaba dicha contribución por sí misma y porque se decía estaba impuesta por Godoy. Pero que si era voluntad del rey o necesaria para la corona la llevarían contentos, e incluso otras cargas mayores.