LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
Después de la inopinada victoria española en Bailén, acontecimiento incluido con todo merecimiento en el recuadro de honor del almanaque patrio, se produjo una reacción en cadena que precipitaría la salida de los franceses de nuestra capital a comienzos de agosto de 1808
Texto: Javier Tomé y José María Muñiz
Según cuenta Honorato García Luengo en su monografía histórica León y su provincia en la Guerra de la Independencia Española , premiada en el concurso literario celebrado en 1908 con motivo del primer centenario de tan señalado acontecimiento, durante la estancia de los galos en nuestra ciudad tuvieron lugar algunas refriegas con partidas de insurgentes llegadas desde las montañas de Santander, a las que se sumaron grupos incluidos en el Ejército de Galicia. Al parecer, trataron de sorprender a las tropas francesas acantonadas en la llamada Fábrica Vieja, con la finalidad de apoderarse del armamento que allí se guardaba. Fueron varios los leoneses, sigue refiriendo García Luengo, que en su afán por liberarse del yugo napoleónico se unieron a las partidas, llevando víveres para el comandante Antonio Ibáñez y sus esforzados granaderos.
Tras la precipitada marcha del mariscal Bessières, las tropas españolas del marqués de Portago entraron en León los días 3 y 4 de agosto, seguidas posteriormente por todo el Ejército de Galicia. Para darles la bienvenida y celebrar el triunfo en Bailén, se engalanaron las casas y se hicieron festejos e iluminarias, coreándose enfervorizados cantares plenos de ardor patriótico:
Viva nuestra España,
perezca el francés,
muera Bonaparte y el duque de Berg. La primera medida de Portago fue retirar la enseña colocada por Bessières en una de las torres de la Catedral, además de borrar de las actas municipales todas las expresiones de obediencia y reconocimientos hechos a José Bonaparte por el duque de Istria, cuya memoria no debe de modo alguno conservarse, y menos la de todo lo obrado a su nombre y del intruso José Napoleón . En la tarde del 5 de agosto se juró nuevamente fidelidad al depuesto Fernando VII, al tiempo que se cesaba en su cargo el corregidor Alejandro Alonso Reyes, impuesto por los galos, y no porque no estuviese muy satisfecho de su buena conducta, patriotismo y desempeño, especial mérito y demás circunstancias que le hacían acreedor a este empleo, sino por haber sido electo por el mariscal Bessières . En su sustitución fue nombrado Francisco Taboada, coronel del Regimiento Provincial de Santiago, que también hubo de abandonar su puesto el 15 de septiembre por salir de campaña con su regimiento, relevado a su vez por Mauricio Cabañas, cuyo nombramiento había sido otorgado por Carlos IV y ratificado por su hijo don Fernando.
La junta suprema
Mientras tanto, diversos reveses militares seguían golpeando a las tropas francesas. A mediados de agosto, la victoria del general inglés Wellesley sobre Junot, jefe del gobierno en nombre de Napoleón, acabó con el dominio galo en la vecina Portugal. Y aquí en nuestros confines provinciales, los preparativos bélicos trajeron hasta la capital, a finales del mismo mes, al general Blake con 23.000 hombres. Llegaba desde Astorga y se dirigía a Reinosa, donde pensaba establecer su cuartel general. En León coincidió con la deprimida tropa del marqués de la Romana, compuesta por 16.000 hombres que presentaban un grado deplorable de armamento y equipación. A todo esto, el vacío de poder causado por la ausencia de los miembros de la Junta Superior, recluidos en Ponferrada desde el mes de julio, quedaba compensado el 7 de septiembres con la formación de la llamada Junta Suprema de León, compuesta entre otros por Rafael Daniel, Antonio Valdés y Jacinto Lorenzana. El bailio Valdés y el vizconde de Quintanilla fueron precisamente los enviados por la provincia a la reunión de la Junta Central, que trataba de aglutinar todos los esfuerzos patrios con el objetivo de expulsar a los franceses del territorio nacional.
Con la intención de zanjar de una vez por todas la difícil situación creada en España, el mismo Napoleón Bonaparte cruzó el 4 de noviembre el Bidasoa para dirigirse a Vitoria con una escolta de la guardia imperial. La presencia del «rayo de la guerra», tal como se apodaba al corso, pronto se hizo notar. En Espinosa de los Monteros, el ejército francés derrotó con contundencia a Joaquín Blake, que perdió a sus mejores jefes y debió emprender una accidentada huída por zonas montañosas que le trajo finalmente hasta León, donde pasó los 16.000 hombres supervivientes a manos del marqués de la Romana, hecho acaecido el 24 de noviembre. Napoleón siguió su marcha triunfal con sucesivas victorias en Burgos, Tudela y Somosierra, donde los lanceros polacos protagonizaron una carga memorable que desarboló a los nuestros, dejando vía libre a la capital.
El día 2 de diciembre Bonaparte entraba en Madrid, alojándose en casa del duque del Infantado. Sin dormirse en los laureles tan brillantemente logrados, Napoleón puso sus ojos en la zona norte del país y trazó un plan para derrotar al potente contingente de tropas que Inglaterra había mandado a España. Al frente de 60.000 hombres partió de Madrid y en una gélida noche, con trece grados bajo cero, cruzó el Guadarrama y se lanzó en persecución del general Moore, que iniciaba la retirada hacia La Coruña en un intento de embarcar a sus hombres en los barcos británicos fondeados en la capital gallega.
Calamidades sin cuento La retirada de Moore, perseguido a uña de caballo por el ejército más formidable de la época, se convertirá en una estela de desastres y privaciones, tal como recogen los diarios escritos por algunos de los protagonistas. El soldado James Gunn, integrado en el 42º Regimiento de Infantería de Escocia, los famosos «Black Watch», refleja un rosario de calamidades sin cuento: Reanudamos la marcha de madrugada por una mala y nevada carretera para nuestra comodidad. Llegamos a un río todavía más formidable que el que habíamos cruzado - el Esla, en Valencia de Don Juan -. Cuando llegamos a la orilla, se nos ordenó quitarnos nuestras faldas y cartucheras y doblarlas y colocarlas encima de nuestras mochilas sobre nuestras cabezas, no se podía dudar a la hora de mantener seca nuestra pólvora. Esta precaución probó ser necesaria. No disponiendo ahora sino de un solo par de botas, resolví cuidarlas, por lo que me las quité para tenerlas secas cuando alcanzara la orilla. Sin embargo, mi celo estuvo a punto de resultarme fatal. Flotaban trozos de hielo corriente abajo y el agua estaba tan fría que de no haber sido por un generoso dragón que vadeaba el río con nosotros, seguramente hubiera sido arrastrado por la corriente. Pero pude llegar a tierra a salvo y disfruté del premio de mis cuidados, sintiéndome muy cómodo al calzarme mis botas secas. La diplomacia del dolor no afectaba tan sólo a la tropa, pues también las mujeres y los niños que la acompañaban se vieron atrapados en una ratonera de odio y sangre: Un rumor extendido, acerca de que los franceses masacraban a todos los prisioneros que caían en sus manos, ocasionó un terror adicional y gran confusión entre los enfermos: las mujeres y los niños, para muchos de los cuales no había transporte, siéndoles imposibles seguir el paso de las tropas, fueron abandonados a su destino. Los lamentos y gritos de estos desafortunados, implorando ayuda, que era imposible prestarles, eran verdaderamente dolorosos, quizás nunca presencié una situación tan a propósito para excitar compasión y ternura, como la que aconteció; una pobre mujer, esposa de un soldado perteneciente a un regimiento escocés, exhausta por el hambre y la fatiga, había caído sin vida en la carretera con dos niños en sus brazos; y allí permanecían; cuando llegué a su altura, uno de los inocentes pequeños todavía se esforzaba por extraer el alimento del pecho de su madre que la naturaleza ya no le podía aportar.
Pánico en León
Antes de que se precipitasen tan tremendos acontecimientos, la capital leonesa se había sumido en un estado de pánico debido a las noticias -infundadas casi siempre- sobre el inminente regreso de los ejércitos franceses. Patrocinio García recoge en sus libros la exposición realizada por Félix González Mérida ante la Junta de Gobierno, el día 15 de noviembre de 1808, comunicando la novedad difundida por varios desertores, en el sentido de que los gabachos habían ocupado tanto Burgos como Palencia. La Junta reaccionó de inmediato, expidiendo una orden para la recogida de los alistados. Al día siguiente, Luis de Sosa insiste en lo crítico de la situación, aunque confiesa carecer de «noticias positivas de oficio». Las autoridades ordenaron poner guardia de día y de noche en cada puerta, auxiliada por dos individuos de instrucción y prudencia, turnándose el vecindario sin distinción alguna, y así se vele siempre la entrada de cualquier persona, se indague la causa de dicha entrada y todo lo demás que conduzca a evitar cualquier espía del que pudieran valerse los enemigos . Hacia finales de noviembre se conoció que unidades galas se paseaban tranquilamente por localidades como Mayorga, lo que ocasionaría una petición a Joaquín Blake, que se hallaba en Astorga, para que viniera a socorrer la indefensa capital. El tira y afloja se prolongó hasta finales de 1808, cuando la amenaza francesa adquirió tintes cada vez más verosímiles. Lo que nadie se imaginaba entonces es que la silueta del mítico Napoleón Bonaparte pronto iba a recortarse sobre el horizonte de la provincia leonesa.
Tras la precipitada marcha del mariscal Bessières, las tropas españolas del marqués de Portago entraron en León los días 3 y 4 de agosto, seguidas posteriormente por todo el Ejército de Galicia. Para darles la bienvenida y celebrar el triunfo en Bailén, se engalanaron las casas y se hicieron festejos e iluminarias, coreándose enfervorizados cantares plenos de ardor patriótico:
Viva nuestra España,
perezca el francés,
muera Bonaparte y el duque de Berg. La primera medida de Portago fue retirar la enseña colocada por Bessières en una de las torres de la Catedral, además de borrar de las actas municipales todas las expresiones de obediencia y reconocimientos hechos a José Bonaparte por el duque de Istria, cuya memoria no debe de modo alguno conservarse, y menos la de todo lo obrado a su nombre y del intruso José Napoleón . En la tarde del 5 de agosto se juró nuevamente fidelidad al depuesto Fernando VII, al tiempo que se cesaba en su cargo el corregidor Alejandro Alonso Reyes, impuesto por los galos, y no porque no estuviese muy satisfecho de su buena conducta, patriotismo y desempeño, especial mérito y demás circunstancias que le hacían acreedor a este empleo, sino por haber sido electo por el mariscal Bessières . En su sustitución fue nombrado Francisco Taboada, coronel del Regimiento Provincial de Santiago, que también hubo de abandonar su puesto el 15 de septiembre por salir de campaña con su regimiento, relevado a su vez por Mauricio Cabañas, cuyo nombramiento había sido otorgado por Carlos IV y ratificado por su hijo don Fernando.
La junta suprema
Mientras tanto, diversos reveses militares seguían golpeando a las tropas francesas. A mediados de agosto, la victoria del general inglés Wellesley sobre Junot, jefe del gobierno en nombre de Napoleón, acabó con el dominio galo en la vecina Portugal. Y aquí en nuestros confines provinciales, los preparativos bélicos trajeron hasta la capital, a finales del mismo mes, al general Blake con 23.000 hombres. Llegaba desde Astorga y se dirigía a Reinosa, donde pensaba establecer su cuartel general. En León coincidió con la deprimida tropa del marqués de la Romana, compuesta por 16.000 hombres que presentaban un grado deplorable de armamento y equipación. A todo esto, el vacío de poder causado por la ausencia de los miembros de la Junta Superior, recluidos en Ponferrada desde el mes de julio, quedaba compensado el 7 de septiembres con la formación de la llamada Junta Suprema de León, compuesta entre otros por Rafael Daniel, Antonio Valdés y Jacinto Lorenzana. El bailio Valdés y el vizconde de Quintanilla fueron precisamente los enviados por la provincia a la reunión de la Junta Central, que trataba de aglutinar todos los esfuerzos patrios con el objetivo de expulsar a los franceses del territorio nacional.
Con la intención de zanjar de una vez por todas la difícil situación creada en España, el mismo Napoleón Bonaparte cruzó el 4 de noviembre el Bidasoa para dirigirse a Vitoria con una escolta de la guardia imperial. La presencia del «rayo de la guerra», tal como se apodaba al corso, pronto se hizo notar. En Espinosa de los Monteros, el ejército francés derrotó con contundencia a Joaquín Blake, que perdió a sus mejores jefes y debió emprender una accidentada huída por zonas montañosas que le trajo finalmente hasta León, donde pasó los 16.000 hombres supervivientes a manos del marqués de la Romana, hecho acaecido el 24 de noviembre. Napoleón siguió su marcha triunfal con sucesivas victorias en Burgos, Tudela y Somosierra, donde los lanceros polacos protagonizaron una carga memorable que desarboló a los nuestros, dejando vía libre a la capital.
El día 2 de diciembre Bonaparte entraba en Madrid, alojándose en casa del duque del Infantado. Sin dormirse en los laureles tan brillantemente logrados, Napoleón puso sus ojos en la zona norte del país y trazó un plan para derrotar al potente contingente de tropas que Inglaterra había mandado a España. Al frente de 60.000 hombres partió de Madrid y en una gélida noche, con trece grados bajo cero, cruzó el Guadarrama y se lanzó en persecución del general Moore, que iniciaba la retirada hacia La Coruña en un intento de embarcar a sus hombres en los barcos británicos fondeados en la capital gallega.
Calamidades sin cuento La retirada de Moore, perseguido a uña de caballo por el ejército más formidable de la época, se convertirá en una estela de desastres y privaciones, tal como recogen los diarios escritos por algunos de los protagonistas. El soldado James Gunn, integrado en el 42º Regimiento de Infantería de Escocia, los famosos «Black Watch», refleja un rosario de calamidades sin cuento: Reanudamos la marcha de madrugada por una mala y nevada carretera para nuestra comodidad. Llegamos a un río todavía más formidable que el que habíamos cruzado - el Esla, en Valencia de Don Juan -. Cuando llegamos a la orilla, se nos ordenó quitarnos nuestras faldas y cartucheras y doblarlas y colocarlas encima de nuestras mochilas sobre nuestras cabezas, no se podía dudar a la hora de mantener seca nuestra pólvora. Esta precaución probó ser necesaria. No disponiendo ahora sino de un solo par de botas, resolví cuidarlas, por lo que me las quité para tenerlas secas cuando alcanzara la orilla. Sin embargo, mi celo estuvo a punto de resultarme fatal. Flotaban trozos de hielo corriente abajo y el agua estaba tan fría que de no haber sido por un generoso dragón que vadeaba el río con nosotros, seguramente hubiera sido arrastrado por la corriente. Pero pude llegar a tierra a salvo y disfruté del premio de mis cuidados, sintiéndome muy cómodo al calzarme mis botas secas. La diplomacia del dolor no afectaba tan sólo a la tropa, pues también las mujeres y los niños que la acompañaban se vieron atrapados en una ratonera de odio y sangre: Un rumor extendido, acerca de que los franceses masacraban a todos los prisioneros que caían en sus manos, ocasionó un terror adicional y gran confusión entre los enfermos: las mujeres y los niños, para muchos de los cuales no había transporte, siéndoles imposibles seguir el paso de las tropas, fueron abandonados a su destino. Los lamentos y gritos de estos desafortunados, implorando ayuda, que era imposible prestarles, eran verdaderamente dolorosos, quizás nunca presencié una situación tan a propósito para excitar compasión y ternura, como la que aconteció; una pobre mujer, esposa de un soldado perteneciente a un regimiento escocés, exhausta por el hambre y la fatiga, había caído sin vida en la carretera con dos niños en sus brazos; y allí permanecían; cuando llegué a su altura, uno de los inocentes pequeños todavía se esforzaba por extraer el alimento del pecho de su madre que la naturaleza ya no le podía aportar.
Pánico en León
Antes de que se precipitasen tan tremendos acontecimientos, la capital leonesa se había sumido en un estado de pánico debido a las noticias -infundadas casi siempre- sobre el inminente regreso de los ejércitos franceses. Patrocinio García recoge en sus libros la exposición realizada por Félix González Mérida ante la Junta de Gobierno, el día 15 de noviembre de 1808, comunicando la novedad difundida por varios desertores, en el sentido de que los gabachos habían ocupado tanto Burgos como Palencia. La Junta reaccionó de inmediato, expidiendo una orden para la recogida de los alistados. Al día siguiente, Luis de Sosa insiste en lo crítico de la situación, aunque confiesa carecer de «noticias positivas de oficio». Las autoridades ordenaron poner guardia de día y de noche en cada puerta, auxiliada por dos individuos de instrucción y prudencia, turnándose el vecindario sin distinción alguna, y así se vele siempre la entrada de cualquier persona, se indague la causa de dicha entrada y todo lo demás que conduzca a evitar cualquier espía del que pudieran valerse los enemigos . Hacia finales de noviembre se conoció que unidades galas se paseaban tranquilamente por localidades como Mayorga, lo que ocasionaría una petición a Joaquín Blake, que se hallaba en Astorga, para que viniera a socorrer la indefensa capital. El tira y afloja se prolongó hasta finales de 1808, cuando la amenaza francesa adquirió tintes cada vez más verosímiles. Lo que nadie se imaginaba entonces es que la silueta del mítico Napoleón Bonaparte pronto iba a recortarse sobre el horizonte de la provincia leonesa.