LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
El estallido de la Guerra de la Independencia en 1808, hace ahora doscientos años, dinamitó las estructuras de un mundo irremediablemente chapado a la antigua, convirtiendo nuestro país en cruel campo de batalla donde se mezclaron fascinantes utopías con las más feas realidades del día a día. Memoria de sacrificio y aventura, en España, y por extensión en la provincia leonesa, comenzó el final del sueño de Napoleón Bonaparte
FirmaJavier Tomé Texto: Javier Tomé y José María Muñiz Lugarleón
La muerte puso punto final en 1788 al largo y fecundo reinado del monarca Carlos III, máximo valedor del despotismo ilustrado que impregnó la política española durante buena parte del siglo XVIII. Fue una época de cambios y transformaciones en aquel país atrasado y analfabeto, cuya forma de vida se ceñía al lema de Dios y viejas leyes . Entre los logros del desaparecido don Carlos, catalogado como el mejor alcalde de Madrid, se contaba la mejora en la red de infraestructuras, evidente en los caminos que se trazaron por entonces, o el llamado canal de Castilla que pretendía acercar los productos agrícolas de la meseta a los puertos del norte peninsular, con el objetivo de facilitar su salida comercial. El Antiguo Régimen, no obstante, presentaba enormes sombras y carencias, referidas por ejemplo a la vida cotidiana.
Aquel mundo de viejo cuño, sin grandes vicios ni virtudes, privilegiaba insultantemente a las clases más adineradas, dedicadas sin más al ocio y el juego. Y ello a pesar de la amenazadora presencia de la Inquisición, que seguía controlando el grado de religiosidad y buenas costumbres de los españoles. En cuanto a la educación, se reservaba en exclusiva a los hijos de los estamentos más altos en la cúspide social, mientras que la ignorancia campaba a sus anchas entre las clases campesinas y artesanas. Los gremios que antes regulaban las actividades económicas en las ciudades, conservando su pujanza desde los lejanos días de la Edad Media, comenzaron a declinar ante la ofensiva planteada contra ellos por las autoridades, convencidas de que la especialización del trabajo no se avenía con los nuevos tiempos.
Este era el panorama genérico del país cuando Carlos IV, después de una prolongada espera como príncipe heredero, ascendió al trono en 1788. Se trataba de un hombre recto y bondadoso, pero carente del carácter de su ilustre progenitor. De gustos sencillos y poco refinados, era aficionado a la caza y a las tareas manuales, para las que estaba muy bien dotado. Su mayor pasión consistía en arreglar relojes, manteniéndose ajeno a las tareas de gobierno. No ocurría lo mismo con María Luisa de Parma, su prima y esposa desde 1765, una mujer tan bella y seductora como dominante. Entusiasta del lujo y las vanidades de la corte, su desmedida ambición pronto comenzaría a socavar los cimientos del Antiguo Régimen.
Revolución en Francia
La real y peculiar pareja estaba rodeada por una serie de consejeros que ya destacaron en tiempos de Carlos III, como Floridablanca, Campomanes o el conde de Aranda. Un plantel de notables al que se fue sumando personajes con el carisma de Gaspar Melchor de Jovellanos, prototipo del ilustrado, cuyos esfuerzos por revitalizar el panorama artístico y reforzar las actividades económicas merecieron el reconocimiento unánime de sus paisanos en Asturias. O Francisco de Goya, nombrado pintor de cámara por Carlos IV, excepcional retratista y paisajista que supo reflejar como nadie el genio cruel del carácter español. Fruto del excepcional talento del aragonés, y referidos a aquella época, son los lienzos dedicados a las figuras más destacadas del momento, entre los cuales destacan el de los duques de Osuna, la duquesa de Alba y los propios monarcas. En opinión de los expertos, la importancia de esas telas no sólo radica en la perfección técnica alcanzada, sino en una mirada profunda e inquisitiva que parece escarbar en la intimidad psicológica de cada uno de los modelos. Apenas un año más tarde de su ascensión al trono, Carlos IV contemplaba estupefacto el estallido de la Revolución Francesa. El Tribunal de la Santa Inquisición tomaría cartas en tan espinoso y peligroso asunto, pues los disolventes principios de libertad que iban tomando cuerpo en la nación vecina inquietaban a España. Por ello, el Tribunal condenó dos artículos publicados en El Censor y en el Diario de Madrid , por estar llenos de doctrinas falsas, temerarias, erróneas y formalmente heréticas, sediciosas, seductivas de los pueblos, inductivas a rebeliones y a sacudir todo yugo de legislación eclesiástica y civil, destructivas de la moral cristiana, fomentadoras de tiranicidio y dirigidas a establecer la total libertad de conciencia e independencia de las Supremas Potestades . La revolución fue tomando un cariz cada vez más extremista y exaltado, así que llegado el verano de 1792 el rey de España intervino activamente en un intento por salvar la vida de su primo Luis XVI. Pero de nada valdría su mediación, pues el monarca galo fue enjuiciado y guillotinado el 21 de enero de 1793.
Relaciones peligrosas
Ambas fortunas acabarían por derrumbarse, dado que la nación no podía aceptar unas relaciones, las del propio Godoy con la reina, que trasgredían toda norma. La situación fue a peor tras la firma en 1796 del tratado de San Ildefonso, que ponía de hecho las tropas españolas al servicio de las francesas y en contra de la todopoderosa Inglaterra. Una alianza contra natura, tal como señala la catedrática María de los Ángeles Pérez Samper, entre un rey absoluto «por la gracia de Dios» y el gobierno revolucionario que había ejecutado a Luis XVI, otro Borbón. La guerra resultaría desastrosa desde su inicio, tal como demostró la derrota en la batalla naval del cabo de San Vicente, que aseguraba el dominio británico en el Atlántico. Todo ello aceleró la efímera caída en desgracia de Godoy, que fue apartado del gobierno en 1798. No por mucho tiempo, pues a comienzos del siglo XIX regresaba a lo más alto de la cúspide del poder, ahora con el título de Generalísimo. Tampoco era igual la situación en el país vecino, pues un golpe de Estado había elevado al corso Napoleón Bonaparte a la categoría de Primer Cónsul. Su genio político y militar pronto se haría sentir en nuestro país, valorado como una marioneta dentro de la ambiciosa estrategia con la que pretendía manejar los hilos de toda Europa. Así que convenció al iluso Godoy para realizar una campaña relámpago contra Portugal, aliado natural de Inglaterra, conflicto que apenas se prolongó durante dieciocho días y merecedor del poco honroso título de «Guerra de las Naranjas». Semejante avalancha de acontecimientos provocó una declaración de guerra contra los revolucionarios franceses, motivada por los excesos cometidos . De esta forma se entraba en la coalición que comprendía a la práctica totalidad de naciones europeas, decidida a acabar por la fuerza con un régimen que pretendía finiquitar el eterno binomio de religión y tradición. Los primeros éxitos de las armas hispanas, que al mando del general Antonio Ricardos lograron penetrar en el Rosellón, dieron paso en 1794 a una serie de contundentes reveses. Las tropas de la Convención entraron en nuestro país y tomaron San Sebastián entre otras plazas importantes, llegando incluso a las mismas puertas de Pamplona. Finalizando este mismo año se hizo evidente que los ejércitos de la coalición eran incapaces de doblegar a las tropas revolucionarias, entablándose negociaciones que concluyeron con la firma del tratado de paz de Basilea, el día 22 de julio de 1795. España y el país vecino se reconciliaron momentáneamente una vez que los galos devolvieron todos los territorios conquistados, a cambio de la entrega de la zona oriental de la isla de Santo Domingo. Para entonces, un nuevo personaje había entrado en la escena pública madrileña como un auténtico torbellino. Se llamaba Manuel Godoy y era originario de Badajoz; desde su puesto en la Guardia Real se ganó el favor incondicional de los monarcas, especialmente de María Luisa de Parma, enamorada del joven militar así descrito por Alcalá Galiano: de alta estatura, lleno de carnes, aunque no gordo, a punto de llevar la cabeza algo baja, de pelo rubio y de color muy blanco, rara coincidencia en un hijo de Extremadura . Gracias a la fe ciega de la pareja en su «amigo Manuel», Godoy fue ascendiendo como la espuma en el escalafón, recibiendo los cargos y honores de cadete, ayudante general, brigadier, mariscal de campo, sargento mayor de la guardia, gentilhombre de cámara, comendador de la orden de Santiago y duque de Alcudia con grandeza de España. Casado por conveniencia con Teresa de Borbón y Vallabriga, prima del rey, compartía su agitada vida sentimental con Pepita Tudó y con la propia María Luisa de Parma, irregular situación que provocaba escalofríos de indignación entre la vieja nobleza española, incapaz de aceptar a tan codicioso advenedizo. Los monarcas no eran de la misma opinión, pues le nombraron en 1792 secretario de Estado y del Despacho Universal. Y tras la firma del tratado de Basilea, fue reconocido con el título de Príncipe de la Paz. El propio Godoy, en sus Memorias , justificaba de esta forma su meteórica carrera: No fue culpa ni ambición de parte mía que se hubiera propuesto y quisiese Carlos IV tener un hombre de quien fiarse como hechura propia suya, cuyo interés personal fuera el suyo, cuya suerte pendiese en todo caso de la suya, cuyo consejo y cuyo juicio, libre de influencias y relaciones anteriores, fuese un medio más para su acierto o su resguardo, en los días temerosos que ofrecía Europa. Por esta idea, toda suya, me colmó de favores, me formó un patrimonio de su propio dinero, me elevó a la grandeza, me asoció a su familia y ligó mi fortuna con la suya.
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