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LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN(7) Llegan los franceses MAÑANA Napoleón en España
Después de la contundente derrota de los patriotas españoles en la batalla de Rioseco, el 14 de julio de 1808, el pueblo leonés comprendió muy a su pesar que la cotización de la vida ajena estaba en caída libre. El general Cuesta buscó refugio en nuestra capital, adonde comenzaron a llegar pelotones de soldados que habían sobrevivido a la acción. Venían descalzos y hambrientos, amenazando con quemar la ciudad si no se les socorría
FirmaTexto: Javier Tomé y José María Muñiz

Además, contaban horrores sobre lo vivido en Medina de Rioseco, relatos que hablaban de la barbarie ciega desatada por las tropas de Napoleón. No exageraban lo más mínimo, pues contamos con el testimonio de Juan Álvarez Guerra, testigo del acontecimiento, que narra así el saqueo y la masacre perpetrada en la indefensa villa castellana: La desgracia verdadera fue la que siguió a la acción. Los habitantes de Rioseco, que desde las ventanas observaban la batalla, cuando vieron que los enemigos cedían, y que los nuestros iban persiguiéndolos, comenzaron a repicar las campanas, a tirar cohetes y a cantar victoria, y por esto la primera noticia que se esparció en Castilla fue de haber sido derrotados los franceses. Rabiosos estos borrachos y frenéticos, entraron en el pueblo, cometiendo mil horrores, ravagez, brulez, pillez, et tuez tout le monde (destrozad, quemad, saquead y matad a todo el mundo) es la orden que tenían estos bárbaros del tigre feroz, del oprobio de la especie humana, del emperador de los franceses. No hay plumas ni palabras con que pintar la desolación de aquel día. El enemigo entró en la población tocando a degüello, matando cuanto encontraban: hombres, mujeres, niños y animales. ¡Qué confusión! Clérigos, monjas y frailes y toda clase de gentes huyendo de la muerte, que hallaban entre las espadas, bayonetas y balas, que llovían por todas partes. La ferocidad con que se emplearon los galos aún estremece, a pesar de los doscientos años transcurridos: Cansados de matar, se entregaron al saqueo por espacio de 26 horas, y no hubo casa grande ni chica, convento, iglesia, ermita, ni caserío, cuyas puertas no rompiesen con hachas o a balazos, robando todo y destrozando lo que no querían. Las imágenes acuchilladas y despedazadas: los copones y las custodias eran el cebo de su ambición. Apenas hubo mujer que se librase de su desenfreno, ni marido, padre, hermano o vecino que no tuviese que presenciarlo y sufrirlo. A algunas las sacaron después y las llevaban en carnes por las calles. ¿Y son estos los que nos prometen conservar nuestra Santa Religión?

¡No, bárbaros! La especie humana está más interesada en vuestra destrucción que en la de los animales carniceros. Nuestra seguridad y la sangre de nuestros hermanos exigen medidas cada vez más activas y más enérgicas. No conocéis a los españoles: hemos jurado vencer o morir, y vuestras crueldades no hacen más que irritarnos, y llamar sobre vuestras cabezas el castigo y la venganza. La generosidad española lo ha repugnado; pero vosotros nos forzaréis a publicar los dos siguientes decretos: 1º Muerte a todo francés que pise nuestro suelo. 2ª Todo buen español esté obligado a un hecho, por donde no espere perdón si cae en poder de los franceses. Si hay algún cobarde que no se atreva a manifestarse, yo soy el primero a darle ejemplo, proponiendo los dos decretos anteriores.

Templos y propiedades

Ante la proximidad del enemigo, casi a las puertas de León, la Junta decidió abandonar la ciudad en caso de que el capitán general no pudiera defenderla. Y así ocurrió el día 18 de julio, partiendo tanto la Junta, a excepción de cuatro de sus miembros, como el ejército de Gregorio Cuesta. Al día siguiente la ciudad estaba prácticamente desierta, salvo unas cuentas mujeres y niños y un puñado de hombres. Hacia los días 20 o 21 las tropas galas ya estaban en Valencia de Don Juan, apenas a cuatro leguas de nuestra indefensa capital, así que la agobiada vecindad suplicó al obispo, Pedro Luis Blanco, que solicitase la capitulación a los franceses. No obstante, aún era posible que pasaran de largo, por lo que se apostaron dos «vecinos honrados» en los caminos por los que podrían acercarse, para que comunicasen sus movimientos con cierto tiempo de anticipación. No hizo falta esperar mucho, pues el párroco de Palanquinos remitió un escrito comunicando que tenía ante su vista la avanzadilla del ejército francés, extremo confirmado por uno de los vigías. Sin esperar a más, Josef Azcárate y Pedro Álvarez partieron hacia Mansilla, donde ya se encontraba el mariscal Bessières, con una carta credencial del obispo de León.

El general en jefe del ejército galo los recibió con cordialidad, a la que respondieron los emisarios dirigiéndose a Bessières en su idioma francés. El obispo, en su escrito, le ofrecía alojamiento en su palacio, caso de que se dignase pasar por León, solicitando que, si así fuese, hiciera observar a sus hombres disciplina y respeto a los templos, a los sacerdotes, a las personas y a sus propiedades. Consintió el mariscal en no castigar a León, gracia de la que quedaban excluidos los miembros de la Junta y los patriotas más destacados, exigiendo a cambio que se quemasen todas las armas recogidas en los almacenes de la capital. Así se convino, regresando a León nuestros representantes con una proclama de Bessières en la que, además de garantizar el respeto a los templos y las propiedades particulares, proponía que las gentes volviesen a sus domicilios y respectivas ocupaciones.

Fidelidad a José I

De forma sorprendente, las tropas gala se retiraron hacia Astorga y no fue hasta el día 26 de julio cuando los franceses entraron como pacíficos conquistadores en la capital. Las raíces del León más señero se crisparon ante la insultante presencia en nuestro solar familiar de las tropas del mariscal Bessières, duque de Istria y hombre de absoluta confianza de Napoleón Bonaparte. Para empeorar aún más la situación, su hermano José Bonaparte ya había sido coronado rey de España, formando un gobierno en el que figuraban personajes de tanto relieve como Mariano Luis de Urquijo o el conde de Cabarrús. Gaspar Melchor de Jovellanos, propuesto para ministro del Interior, no aceptó el cargo. El caso es que José I tomó posesión del Palacio Real, recibiendo una fría y burlona acogida por parte del pueblo de Madrid:

Anda, salero,

no reinará en España José Primero.

Haciendo de tripas corazón, lo más escogido de la jerarquía eclesiástica local salió a recibir al general Bessières. Iba el obispo en su coche, acompañado por el deán y por Rafael Daniel, arcediano de Valderas y una figura muy representativa en la capital. Llegado a León para ser secretario del obispo Cuadrillero, cuya memoria está ligada al Hospicio que fundó, era Daniel inquisidor general y aficionado al trato con amigos laicos más que eclesiásticos, pues con ellos mantuvo agrias relaciones reflejadas en cartas y documentos que aún se conservan. Apenas tres días más tarde, los invasores nombraron nuevas autoridades afines a su causa, elegidas entre los afrancesados que también había en León. Alejandro Reyero Castañón recibió el cargo de corregidor, mientras que Antonio Gómez de la Torre fue reconocido como intendente interino. Ambos juraron fidelidad al nuevo monarca, siguiendo las instrucciones dictadas por Bessières.

San Isidoro, cuartel general

Para mayor vergüenza, los soldados franceses buscaron alojamiento en distintas viviendas de la capital, distribuyendo sus pertrechos y camas de campaña en lo que antes eran honrados hogares, situación que pretendían perpetuar hasta el final de un conflicto que consideraban ganado de antemano. Igualmente, estudiaron la posibilidad de reducir de doce a cuatro el número de parroquias que prestasen servicios religiosos. Todo ello con el propósito de transformar a la chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, según consideraban a los leoneses de la época, en hombres ilustrados y racionales. Se trataba, desde su óptica, de la batalla definitiva entre la civilización y la barbarie. Otra batalla, en este caso la de Bailén, pareció cambiar los vientos de la fortuna, además de trastocar definitivamente los planes galos durante el verano de 1808, pues tras la derrota en tierras andaluzas el ejército francés salió de León a la carrera el 1 de agosto y levantó su campamento en el Órbigo el día 3, para partir precipitadamente hacia Burgos.

Todas las cancillerías del viejo continente se hicieron eco de la insólita victoria obtenida por unas tropas poco equipadas y mal pertrechadas, integradas en su gran mayoría por paisanos armados con enseres caseros, sobre el mejor ejército de Europa. El general francés Dupont, encargado de reprimir el alzamiento en Andalucía y máximo responsable del saqueo de Córdoba el 7 de julio, se encontró el 19 del mismo mes y bajo un sol abrasador que hizo estragos en sus filas, frente a las fuerzas españolas mandadas por Castaños y Reding. Los franceses sufrieron tantas pérdidas que se vieron forzados a aceptar la derrota, solicitando que se les permitiera la retirada de sus abatidas tropas a Madrid, petición rechazada por el general Castaños. La noticia causó enorme conmoción en la corte, provocando la salida de los 22.000 hombres que estaban de guarnición en Madrid, acompañados por todos los enfermos que pudieron seguirles y el propio José I. El gran triunfo de Bailén supuso un rayo de esperanza para la vieja y cuarteada piel de toro, consciente de la que única lucha que se pierde es la que se abandona.