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(11)Cantineras militares, mujeres de armas tomar


LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
Bajo su atavío femenino, y casi siempre pobre, latían corazones llenos de valor y de abnegación. Las cantineras eran la verdadera flor de los campos de batalla para los ejércitos de aquella época, y por supuesto de la cruel Guerra de la Independencia
FirmaTexto: Javier Tomé y José María Muñiz

El poder de Napoleón se hallaba en su apogeo allá por el año 1807, y toda la Europa continental estaba supeditada a su voluntad. En el mes de julio de ese mismo año hizo anunciar al Gobierno español su decisión de enviar a Portugal un contingente francés para obligar a dicha nación a cerrar sus puertos a los ingleses y expulsarlos de sus fronteras. Comenzaron entonces las conversaciones con Godoy que dieron como resultado el infame tratado de Fontaineblau firmado el 27 de octubre, en el que se estipulaba que Godoy recibiría el Principado de los Algarbes y a Carlos IV se le otorgaba el pomposo dictado de Emperador de las Américas. Éste, en cambio, se comprometía a mantener y alimentar a los soldados galos destinados a la ocupación de Portugal, permitiendo su paso por territorio español.

No vieron o no quisieron ver nuestros gobernantes la estratagema, el deseo vehemente de Bonaparte de ocupar así la Península Ibérica. Sesenta mil soldados se agolparon súbitamente sobre los Pirineos, prontos a cruzar la frontera y penetrar en el corazón de nuestra desventurada patria sin pegar un solo tiro. Al año siguiente, en 1808, los españoles comenzaron a manifestarse en muchas ciudades contra los franceses y en distintas fechas. En León, concretamente, hubo un manifiesto el 24 de abril de dicho año, tres meses antes de que las tropas francesas llegaran realmente a la capital, donde penetraron por el barrio extramuros de San Lorenzo.

A Napoleón siempre le acompañaban en sus campañas las cantineras, que además de suministrar víveres a los soldados, les servían de consuelo moral o ejercían de útiles enfermeras, además de su «biblioteca portátil». Según cuentan, el amor a los libros de este arrasador de naciones y empedernido «bibliómano» era tal, que se hizo construir una gran y completa biblioteca portátil. Constaba de un millar de libros que no superaban los diez centímetros de largo por seis de ancho, para facilitar así el traslado. Comprendía cuarenta volúmenes de materias religiosas, cuarenta de poesía épica, cuarenta de obras dramáticas, sesenta de versos, sesenta de historia, cien de novelas y los restantes de memorias históricas. Siempre que Bonaparte proyectaba una campaña dirigía instrucciones a su bibliotecario, un tal Barbier, encargándole libros que pudieran tener relación con aquélla, así como planos y documentos históricos sobre las mismas. Pero a pesar de la multitud de libros que solicitó sobre España, ello no impidió que Napoleón perdiera la guerra.

Un barril por bandolera

Cuando el 1 de enero de 1809, precedido el día antes por el mariscal Bessières, entró Napoleón en Astorga viniendo por Valderas y Benavente, pasó revista a casi setenta mil soldados y jinetes, formando también un pequeño grupo de mujeres, las famosas cantineras. Luego se retiró a su tienda de campaña, donde ya habían instalado su biblioteca, debido al mal tiempo y para que descansaran las tropas y reagruparlas, según narran las crónicas. Horas antes de llegar el emperador galo, la ciudad de Astorga había sido abandonada por las tropas del marqués de la Romana y las inglesas del general Moore, de camino hacia La Coruña.

Las cantineras son personajes poco conocidos, típicas de los ejércitos de antaño, una reminiscencia del pasado con su falda corta y el barrilito colgando de la bandolera. Habían surgido en una época romántica. La cantinera uniformada y formando en filas, verdadera flor de los campos de batalla, fue exotismo pasajero. Los españoles lo habíamos tomado de los franceses, con quienes alcanzaron gran popularidad desde la época de Napoleón. En tiempos de guerra seguían a los ejércitos con una pequeña cantina ambulante, despachando bebidas o comestibles a los soldados. Sin ningún distintivo especial, vestían al igual que cualquier mujer del pueblo, como podemos apreciar en la iconografía que ilustra este reportaje, y normalmente llevaban sus provisiones en un gran cesto colgado al brazo, o cuando más en un carricoche destartalado, del que tiraba un mísero rocín. Sin embargo, bajo su humilde apariencia, latían corazones llenos de patriotismo y valor. En algunas provincias se llegaron a crear las «compañías de mujeres» bajo la advocación de Santa Bárbara, con el deber de auxiliar a la guarnición, socorriendo a los heridos y repartiendo provisiones.

La dama de La Cándana

Napoleón condecoró a gran cantidad de ellas como recompensa a su comportamiento en el campo de batalla, honra para la clase de las cantineras. Así Teresa Fromageot, herida mientras daba de beber a los soldados que habían quedado lisiados. Catalina Rohmer, que asistió al sitio de Zaragoza y fue también herida. María Bourane, salvadora de un soldado que se ahogaba en otra batalla. Hay que destacar igualmente a las esposas de algunos arrieros maragatos, que ejercieron de cantineras ayudando a los ejércitos españoles y a las guerrillas en las contiendas habidas contra los franceses al paso por nuestra agreste y montañosa provincia. No hay que olvidar el servicio que los arrieros maragatos han prestado siempre al Estado y a la Corona. Podemos señalar como cantineras maragatas que destacaron en esa guerra, según fuente particular, a Trinidad Botas, de Castrillo de los Polvazares, Manuela Salvadores, de Santa Colomba, o Juana Calvo, de Rabanal. No nos hemos de olvidar de Amalia Alonso, conocida por la Dama de la Cándana, admiradora de su heroína, la Dama de Arintero. Amalia nació en un lugar del valle del Curueño allá por el año 1770, posiblemente en la Cándana. Era buhonera de profesión y en un pequeño y destartalado carromato, tirado por una mula flaca, recorría todos los pueblos del valle. Tendría unos 40 años cuando se enroló como cantinera al servicio de la guerrilla que luchaba contra el ejército galo. Se alistó al lado del famoso guerrillero fray Juan de Deliva, de sobrenombre el Capuchino , que actuaba por León y era correligionario del afamado Empecinado .

En años posteriores, y en recuerdo de los servicios prestados por tan heroicas mujeres, no sólo como abastecedoras, sino como excelentes auxiliares en la cura y socorro de los heridos, se les dio un carácter militar. Como uniforme se les asignó un traje casi masculino con falda corta y pantalón. Con el fin de evitar escándalos, se exigía que la cantinera fuese casada, y matrimoniada con militar. Se prefería a la mujer de un soldado raso, de un corneta o de un tambor. Además, estaba sometida al reglamento y tenía puesto en filas, detrás de la banda de tambores en las grandes revistas y detrás de la última compañía de su batallón en los desfiles y marchas.

Sirvo a una dama

Aquellas cantineras jóvenes, bonitas las más, se ofendían cuando se les recordaba su sexo o a sus hijos, pues no reconocían otra familia que su regimiento. España las introdujo con éxito en la guerra de África. Su uniforme consistía en sombrero embreado con largas cintas, pantalón como el de la tropa, falda corta, cubierta por delante con un pequeño delantal y corpiño de corte militar. Fortuny supo pintarlas, con hermoso detalle, en el magnífico boceto de la batalla de Wad-Ras. Los periódicos de la época dedicaron especiales elogios a la heroica cantinera de los cazadores de Baza, llamada Ignacia Martínez, que salvó la vida de muchos soldados con riesgo de la propia. Después de haber estado en la guerra siete años, con el ejército del Norte, no quiso abandonar la vida del campamento y siguió toda la campaña de Marruecos.

Cuando en los primeros años del siglo XX desaparecieron las cantineras, ya no eran más que las honradas mujeres de los cantineros; esto es, del cabo de tambores o del viejo sargento reenganchado, que para ayudarse un poco establecían una cantina en el cuartel, previa autorización de sus jefes y mediante el pago de cierta cantidad al regimiento que utilizaba la diminuta tiendecilla. En los ejércitos de Ultramar, nuestras tropas también iban seguidas de las cantineras, y algunas se embarcaron voluntarias hacia aquellas lejanas colonias que acabamos por perder. ¿Cuál era el arma que usaban las cantineras? Desde luego, la navaja, que además de ser objeto familiar y popular en la vida de los españoles, resultaba fácil de camuflar y esconder. Esta arma fue una de las más usadas contra los franceses en la confrontación bélica iniciada en 1808. Fueron muchos los soldados del país invasor que perdieron la vida merced a las navajas empuñadas por las cantineras, que preferían a cualquier otra arma por lo fácil de llevar en cualquier parte de su indumentaria. Cortaban las cinchas de las cabalgaduras de los caballos, y una ver derribados eran degollados. Se cuenta que en la hoja de la navaja de estas valientes mujeres aparecía la inscripción: Sirvo a una dama, la defenderé con la ayuda de Dios . Y es que las mujeres sencillas del pueblo, aquellas cerilleras, floristas, aguadoras o vendedoras ambulantes de otras épocas, confiaban su defensa en la navaja que solapada y dormida entre los pliegues de su ropa, las infundía confianza y tranquilidad.

Entre la historia y la leyenda, así fue el heroísmo, sin escatimar sacrificios ni regatear valor de las cantineras, empeñadas en la lucha por las libertades contra las tropas de Napoleón. Luego se acabó lo nacional, y para bien o para mal, vendrían las dos Españas.